El peligro de los jueces estrella

 

Hace unas fechas, un periódico de tirada nacional editorializaba “La justicia es el enfermo crónico de la democracia”. No le faltaba razón.

Los protagonismos de los “jueces estrella”, la ligereza con la que se actúa en ocasiones imputando a personas a través de autos sin motivación alguna y, por el contrario, la pasividad que se adopta en relación a otras; la apelación, en ocasiones, a la denominada “justicia simbólica” a través de la que los jueces actúan como censores éticos al margen de la ley; la sensación generalizada de que un proceso judicial se convierte en un juego de azar en el que todo depende del juez que toque y no de las razones en derecho que asistan al justiciable, convierten a la justicia en el poder peor valorado.

No coadyuvan a modificar esta percepción los ejemplos que a diario nos ofrecen los medios de comunicación.

Verbigracia. El juez Pedraz se niega a acatar la ley que limita la justicia universal.

¿Qué sistema puede permitir que un juez se niegue a acatar una ley? El juez puede entender que una ley es inconstitucional por contradecir tratados firmados por España e interponer la correspondiente cuestión de inconstitucionalidad, pero negarse a cumplirla sitúa al interesado fuera de las fronteras del Estado de derecho. El fiscal le acusa de extralimitarse en sus funciones y de vulnerar “palmariamente” las normas de competencia funcional.

No le pasará nada. Apelará a su independencia y ahí acabará todo.

 

Qué decir de la jueza Alaya, a la que comparábamos con Garzón días atrás, similitud que, a resultas, fue seguida por otros medios que llegaron a calificarla como “inquietante muñeca de porcelana” y “funcionaria que ha sucumbido a los encantos de la fama”, añadiendo que “su boda bis en Sevilla, con paseíllo incluido, no hay por dónde cogerla”.

Los jueces solo debieran ser conocidos por la calidad y motivación de sus decisiones, sean autos o sentencias, por sus aportaciones al mundo jurídico y por la excelencia de sus trabajos.

Los jueces y la fama consecuencia de haber sido favorecidos por la suerte de estar de guardia el día x a la hora y constituyen un cóctel muy dañino para el sistema.

Esos jueces convertidos en estrellas mediáticas son, además, un peligro para los ciudadanos, para el Poder Judicial y, en último término, para sí mismos.

Para el ciudadano, porque necesitan dar salida a su afán de protagonismo y, en ocasiones, van más allá de lo que la prudencia y el ordenamiento jurídico aconsejan.

Para el Poder Judicial, porque a través de ellos verá comprometido el papel que a los jueces reserva un sistema democrático.

Para ellos mismos, porque para satisfacer su ego llegan a adoptar decisiones en la frontera de la ley que –véase Garzón- arruinan su carrera.

 

El Poder Judicial carece de la legitimidad democrática de la que gozan el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo, y tal legitimidad debe ganarla día a día con sus actuaciones y con la conducta de sus miembros.

Independencia, sí, sin duda, pero la exigencia de responsabilidades debe ser rigurosa y ejemplarizante.

Repárese en que los jueces son los únicos empleados públicos que se pueden equivocar sin asumir por ello responsabilidad alguna. Un abogado incumple la “lex artis” y responde; qué decir de un médico, o de un arquitecto al que se le cae un edificio. A un juez se le desmorona un sumario por mala instrucción o por “mala praxis” y no pasa absolutamente nada. El perjudicado, que recurra.

Hay que saber en manos de quién se depositan prerrogativas y poderes tan exorbitantes como los que poseen los jueces. El sistema debe ser inexorable con quienes hagan mal uso de las mismas.

Por último, dos recomendaciones. La primera, para el juez Pedraz: antes de convertir España en tribunal planetario, ordenemos nuestra casa; la segunda, para la jueza Alaya: “Dichoso el que no ha conocido nunca el sabor de la fama. Tenerla es un purgatorio; perderla, un infierno”.

Para ambos, una invitación a la reflexión: “Algo debemos haber hecho mal; si no, no seríamos tan famosos”.

 



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