Todo empezó después del mediodía, cuando se aplaca el viento del oeste en Palestina. Y los tres comenzaron a ascender con Jesús hacia el monte Tabor. Después de una hora de camino llegaron a la cima, y se acomodaron en la explanada con lo puesto. Allí Jesús se separó un poco de ellos, mientras los tres se dormían con sus pensamientos de grandeza.
Al rato un resplandor desconocido los deslumbró. Se acercaron y vieron como el cuerpo y el rostro de Jesús resplandecía. Pero la luz no estaba sobre él, sino que salía de él. A estas horas ya no hay nubes, pero ellos se colaron en una sin permiso. Y de la nube salió una voz que decía: “Este es mi Hijo en quien me he complacido: Escuchadle”. Aquella noche no la pudieron dormir masticando en el alma las dos horas de gloria.
A la mañana siguiente volvieron la vida de todos los días, como sino hubiera pasada nada. Ellos nunca entendieron aquello de “resucitar de entre los muertos”, pero sus ojos y sus almas quedaron traspasados, para siempre, por el relámpago de la resurrección.