Un don especial

En nuestro  fuero interno seguimos homenajeando a Gabriel García Márquez ante la esplendorosa edad de sus 87 años. Leo a Gabo con el deseo imposible de aprender algo de su portentosa imaginación. La literatura bien ejecutada es un enigma del recóndito espíritu  humano. Ser nace nacen con esa dádiva.

García Márquez ya esta sobre la raya en que Camilo José Cela, en “Mazurca para dos muertos”, dividía las cosas que a cierta edad se volvían borrosas, siendo así que el propio autor de “Doce cuentos peregrinos”  colocó esos años en el tiempo en que el hombre es olvidado de Dios al estar Jehová enredado “en cosas mucho más grandiosos”.

 En Bahía de Todos los Santos, Brasil, donde germinó el realismo mágico de la literatura latinoamericana, el sumo sacerdote de esa religión de árboles creciendo en el aire y mujeres pariendo entre hojarascas de plátano, Jorge Amado, con el pelo blanco y la comisura de un babalao, decía, entre taza de café boca abajo, velas retorcidas, tabaco negro bañado en ron, que si un escritor nace sin el “don” de nada valdrá esforzarse.

 “Sin esa fuerza el aspirante a prosista no llegará a ninguna  parte y morirá ahogado en las aguas de las tentativas”.

Un día de tantos alguien preguntó el hijo del cartero de Aracataca:

- ¿Hasta que punto se siente usted portador del arte de  narrar?

García Márquez fue palmario:

- Si no fuera consciente de eso, sería un inconsciente total. Porque los lectores han terminado por convencerme de que lo que yo escribo les gusta, e incluso a nivel personal.

 En medio mundo y algo más, el gran libro del colombiano es “Cien años de Soledad”; para mí, “El amor en los tiempos del cólera”. El éste último es la continuación del primero por otros vericuetos. Guarda el sabor de la innata literatura. Allí, en sus páginas,  los personajes tienen, si eso cabe, mucha más vida propia que los de Macondo.

El río Magdalena, en cuyos ribazos  Simón Bolívar encontró su propio laberinto y cuyas aguas suben y bajan a la vez, García Márquez clavó un amor como ningún coronel Aureliano Buendía, con mil años que viviera, podría superar.  Era tan humano, que uno, como lector,  lo tocaba y salía con la mano cubierta de un sudor calenturiento.

Se sigue comentando con frecuencia que el colombiano es fruto de WIilliam Faulkner. Es posible. Uno es un poco de todo lo que en la vida le ha precedido, bueno, malo o regular.

Nadie es una isla en sí mismo, no obstante en la magia de la palabra, el posible alumno aventajó con creces al maestro, aunque sí hay algo que  el escribidor latino aprendió de Faulkner: la técnica de crear y ser así un buen novelista. No es complicada la fórmula, ni siquiera inédita:

 “Noventa y nueve por ciento de talento...Noventa y nueve por ciento de disciplina....noventa y nueve por ciento de trabajo”.

En  “Los funerales de Mamá Grande” Gabo aprendió a pies juntillas del norteamericano y que en el prólogo de “Doce cuentos peregrinos” cuando intenta justificar porqué doce, porqué cuentos y porqué peregrinos, se nota en demasía.

 Dice el yanqui siempre arrecho: “Nunca hay que estar satisfecho con lo que se hace. No hay que preocuparse simplemente por ser mejor que los contemporáneos o que los predecesores. Hay que tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura repleta de demonios. Nunca sabe por qué lo eligieron a él y suele estar demasiado ocupado como para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que puede llegar a robar, a pedir prestado o mendigar si con ello levanta su obra”.

 En este aspecto ignoro hasta qué punto García Márquez realizó sacrificios hasta llegar a ser el escritor de hoy.

Cuando era feliz e indocumentado en Caracas, hizo de todo para sobrevivir. Comía mal y dormía en  pensiones de poca monta. También en Colombia, en tierras de   Valledupar y la Guajira,  fue vendedor de libros a plazos con ello pudo enviar a Buenos Aires “Cien años de soledad”.  Su esposa Mercedes debió empeñar los cuatro corotos que les quedaban.

Esto en la actualidad es una anécdota simpática, un matiz, casi una sonrisa.

El “don” del que hablaba Jorge Amado, estaba allí, como una luz deslumbradora.



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