Qué bonito cantan los jilgueros

Mi primo Telesforo era un gran aficionado a la caza. Todos los fines de semana, cogía su escopeta, su perro “Martillo” (nombre que le había dado al fiel animal por la forma que tenía su cabeza), y se iba unas veces a cazar a un coto, cuando levantaban la veda, y al monte cuando por ser fuera de temporada estaba prohibido cazar.

       Cada vez que me encontraba a mi primo Telesforo, en la calle o en el café que ambos frecuentábamos, él me hablaba del extraordinario placer que un hombre encuentra abatiendo piezas que huyen a toda la velocidad que les permiten sus cuatro patas, o el rápido batimiento de sus alas.

       Yo le contestaba que no entendía el placer que él encontraba abatiendo inocentes, indefensas criaturas. Y él me respondía que me faltaba ambición depredadora para ser un hombre extraordinario, como era él, e insistía una y otra vez que probase y entonces descubriría la enorme emoción que experimenta un cazador cuando demuestra su maestría cinegética.

        Pero nunca me convenció y el principal culpable de que fuese así era un jilguero que se había encaprichado del alféizar de la ventana de mi dormitorio y todas las mañanas venía a darme una deliciosa serenata, y él me hacía considerar que yo no podía, de ninguna manera, cometer la crueldad de matar a un posible pariente suyo, aunque fuera un pariente lejano.



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