En cierta ocasión, siendo yo por aquel entonces un muchacho afectado gravemente de una insaciable curiosidad, le pregunté a un músico ambulante que iba desaliñado, pobremente vestido y tenía cara de pasar hambre, si se sentía desdichado con la azarosa existencia que llevaba tocando el violín en la calle por unas pocas monedas que los transeúntes le echaban dentro del arruinado y sucio estuche de su instrumento colocado cerca de sus pies calzados con zapatos cuya bostezante puntera permitía que asomaran algunos dedos renegridos. Él me miró con tristeza, movió la cabeza a un lado y otro como si ésta fuera un péndulo exhausto y me respondió enigmático: —Chico, la vida es como los violines, nunca te romperá todas las cuerdas a la vez; siempre te dejara alguna superviviente para que continúes tocando aunque sea mal.