En el estado absoluto de naturaleza o en mítica Edad de Oro de los poetas no existen los actos morales. El hombre no posee otras opciones de actuación que las que le son dadas o le son posibles. Pero en cuanto el hombre se constituye en sociedad política comienza a verse obligado a tomar decisiones entre alternativas, decisiones que entrañan consecuencias para él o para los demás. Y a medida que la sociedad es más compleja y que el individuo dispone de más opciones y de más conocimientos, el ámbito de lo moral se ensancha como un universo en expansión. De modo que nuestros actos, nuestros juicios o nuestros silencios son siempre morales o deberían serlo. Sin embargo, muchos de nuestros contemporáneos se han instalado en lo amoral, en la ausencia de juicio o en el juicio solo aparente, en un metajuicio que evita el juicio, y, por tanto, el acto moral, el cual entraña responsabilidad y es un rasgo de nuestro proceso de no-naturaleza, de humanización.
Un ejemplo. Comparece el señor Juan Rosell, presidente de la CEOE, y enuncia las acciones que debería realizar de forma inmediata el Gobierno en materia fiscal, acciones que se sustancian en la bajada de impuestos a los ciudadanos y las empresas, eliminar definitivamente los de patrimonio y sociedades y no subir el IVA. Y a continuación comenta: «bueno, esto es lo que a nosotros nos parece oportuno, otra cosa es lo que el Gobierno pueda hacer, porque desde el Gobierno pueden verse las cosas de otra manera». Esto es, la patronal sabe de sobra que si se bajan los impuestos y no se recauda más, hay que ir a más deuda, reducir las pensiones, invertir menos, etc. Es decir, que lo que ellos proponen solo podrá hacerse en ciertas circunstancias. He ahí una forma de amoralidad: se habla a sabor sabiendo que lo que se dice es imposible (de momento, al menos) o que sus consecuencias son deletéreas; pero no importa, se queda bien, se enuncia un precioso desiderátum y después… Después la culpa es de la maldita realidad, o del Gobierno, que ya se sabe que «cuando llueve y fai aire tola culpa ye de l’alcaldre; cuando llueve y fai sol, tola culpa del gobernador». Y eso la CEOE y su presidente, que se supondrían un poco más responsables o serios. ¡Pero queda uno tan bien!
Donde ha habido una auténtica ciclogénesis explosiva de amoralidad ha sido recientemente a propósito de la inmigración, con motivo de los muertos de Ceuta. Dejo a un lado las miserables víctimas y lo que hubo de explotación partidista de la desgracia y me centro en las cuestiones relativas a la entrada de inmigrantes sin control en nuestra tierra. La mayoría de los partidos y de los comunicadores han montado un festival de lamentos sobre la frontera y las prohibiciones de entrada apelando a los derechos humanos, la miseria de África, la explotación de ese continente, la Europa rica; pidiendo, de forma explícita o implícita, la supresión de controles (o los controles sin controles) y la emigración sin límites de la paupérrima África a la rica y egoísta Europa. A cada uno de quienes opinan así podría preguntársele, empleando el mismo discurso demagógico: ¿y usted a cuántos está dispuesto a acoger en su casa? No lo hagamos. Limitémonos a escucharlos: ¿Cuántos dicen que pueden venir? ¿30.000? ¿300.000? ¿30.000.000? Habrá que darles, suponemos, casa, alimentos, sanidad. ¿O vagarán por las calles sin nada? ¿Cuáles serían los efectos de toda esa gente sobre el paro y sobre los salarios de los trabajadores? ¿Cuál el monto del déficit y la deuda, cuál la subida de impuestos? Escuchémoslos: ni una palabra. He ahí un ejemplo perfecto del pensamiento amoral: se enuncia una proposición, se formula un mandato, se exige una actuación. Pero de las consecuencias de ello nada se quiere saber, es más, se rechaza siquiera discutirlas en nombre de los principios. He ahí un ejemplo perfecto de pensamiento amoral. Eso sí, suena muy agradable, luce mucho socialmente.
Una de las manifestaciones ubicuas en lo contemporáneo de esa conducta amoral es la permanente invocación al diálogo que realizan opinadores, políticos, personalidades religiosas…, porque la palabra «diálogo» se ha convertido en una de las palabras sacras y vacías del mundo moderno. ¿Son recomendables el diálogo, el acuerdo, la tolerancia? Sí. ¿Lo son siempre? No. Si alguien pretende asesinar a otro o robarle lo suyo, por ejemplo, ¿qué diálogo cabe? ¿Qué lo asesine solo un poco, que le robe únicamente un tanto? El diálogo con los tiranos con crímenes a sus espaldas, por ejemplo, es imposible. Pero no por razones morales, sino por razones prácticas: él no se rendirá puesto que no le esperan más que la muerte o la ruina. Por tanto, sufrirán sus víctimas o ganará él.
Recordemos solo dos ejemplos notorios de «diálogo» trágico. El primero, el de las potencias democráticas con Hitler. Visualicemos el triunfal regreso de Chamberlain de Munich y su tragicómico «peace in our time» para subrayar las virtudes del diálogo. El segundo, el de Ernest Lluch, el soñador socialista, desgañitándose pidiendo diálogo con ETA y su mundo a fin de solucionar el conflicto vasco, para terminar siendo él una más de las hostias que la banda puso sobre la mesa sacrificial para conseguir el diálogo que ellos querían.
No, la palabra «diálogo» no es muchas veces más que una escusa para mantenerse equidistante de víctimas y verdugos, para no responsabilizarse de los juicios propios, para evitar caer mal a alguien; para investirse, en todo caso, de esa túnica sagrada de lo simpático y correcto que, siendo estéticamente exitosa, representa una actuación radicalmente amoral