Águeda se enteró de que habían alquilado el piso vecino al suyo, que había permanecido vacío durante algunos meses, cuando le llegó a través del tabique que separaba el saloncito de ambas viviendas, un conmovedor llanto femenino. Impulsada por sus buenos sentimientos golpeó la delgada pared con los nudillos y preguntó con interés humano:
—Oiga, mujer, ¿por qué llora usted?
—Porque me siento muy sola y desdichada —le respondió una voz balbuceante, entrecortada.
—¿Ha venido usted hoy a vivir aquí?
—Sí, hace un rato. He estado mucho tiempo hospitalizada, ¿sabe? Pero no han querido que permaneciese más tiempo allí. Necesitaban mi cama para otras personas enfermas. En el hospital yo era feliz. Hablaba con las enfermeras, con los médicos, con los otros pacientes, y aquí, pobre de mí, no conozco a nadie.
—Yo también estoy sola y no me gusta la soledad. Voy a abrirle la puerta de mi casa, venga usted y charlaremos.
Águeda le abrió la puerta a la otra mujer, anciana como ella, y a partir de ese día las dos compartieron penas, que es lo mejor que las personas pueden hacer para encontrar consuelo y, compartiéndolas, sus aflicciones no las vuelvan locas.