Gabriel Murillo, pintor como yo, me recomendó a una modelo desconocida por mí:
—Cobra caro, pero lo merece. Es extraordinariamente hermosa y aguanta inmóvil, en la postura que le pides, más tiempo que ninguna otra conocida por mí antes.
Después de pedirle me tradujera en euros aquello de “cobra caro” y comprobar que ciertamente era así, le dije la comunicase que la esperaba el día siguiente a las diez de la mañana en mi taller.
Ella no fue puntual. Llegó con un cuarto de hora de retraso, un tiempo muy razonable tratándose de una mujer. Llevaba puesto un vestido veraniego, vaporoso, ajustado de busto y cintura, y acampanado el resto hasta el borde de sus rodillas, preciosas, mérito del que no todas las mujeres pueden presumir.
Aunque yo no hice intención alguna de querer hacerlo, ella inclinó su bellísimo rostro hacia el mío y entonces la bese en ambas mejillas, sintiendo en mis labios la calidez y sedosidad de su tersa piel. A continuación me sonrió seductoramente, sus negrísimos ojos me envolvieron en prometedora caricia y preguntó:
—¿Empiezo a desnudarme ya?
—¿Por qué me lo preguntas? —tragándome el nudo que la excitación me había puesto en la garganta.
—Murillo me dijo que eres un pintor de desnudos.
Tuve una premonición en aquel instante, pero no le hice caso y asentí con la cabeza. Ella se dirigió al pequeño sofá que tengo en mi taller y, con la mayor naturalidad, empezó a quitarse ropa que fue colocando con cuidado encima del asiento de este mueble. Finalmente, desnuda del todo se dio la vuelta y se me ofreció en su total, deslumbrante belleza. Si mi vocación de soltero hubiera sido es mi lo suficientemente fuerte, le habría dicho en aquel mismo momento, que se vistiera y desapareciese de mi maravillada vista.