Estaba jugando una partida de ajedrez (ese extraordinario juego que sirve para hacerte pensar y quitarte telarañas en todas esas zonas del cerebro que te pasas temporadas largas sin usar), con el joven hijo de un buen amigo, cuando teniéndole yo acorralado y considerando él seguramente la posibilidad de conseguir distraerme y cometiese yo un error que a él le permitiese escapar de la seria amenaza de hacerle yo jaque mate, me preguntó mirándome a los ojos para atraer mi mirada y la quitase yo, por unos momentos, del tablero y de las piezas repartidas sobre el mismo:
—Oiga, usted que, según mi padre, sabe mucho sobre las mujeres, ¿qué debo yo hacer para conseguir a una princesa?
Sonreí socarronamente y contesté:
—Pues mira, lo primero que debes hacer es convertirte tú antes en príncipe —y volviendo mi atención al juego, moví la reina en la jugada que yo tenía pensada, y por él temida, y dije conteniendo la risa triunfal que me estaba entrando—: Jaque mate, muchacho.