Siempre será el día imperecedero de Antonio Machado cuando de literatura elevada en el recuerdo se trata, y aún así ahora, con motivo de los 75 años de su muerte en la población francesa de Collioure, su vendaval de inconmensurables estrofas al relente traslúcido de Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Miguel Hernández o León Felipe, llega a nuestro ánimo con inescrutable pasión sensitiva.
“Campos de Castilla” no es la silueta elevada de una perspectiva armónica – desarropada y brava muchas veces - arrancada a la tierra barbacana; representa, sí, la inconmensurable armonía abocada a un poema magistral cuando la vida y su misantropía nos llevan de la mano entre los surcos o un amor jovial en el languidecer de unas tierras siempre otoñales.
Como pocos – tal vez Walt Whitman - Antonio Machado cantó al árbol despojado en lo alto de un roquedal, hendido del rayo y en su mitad podrido, “que con las lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas mustias le han salido”.
Las estrofas, tejidas en Soria, ciudad recóndita de chopos erguidos y un río Duero en la que el poeta vivió momentos agridulces, son el aluvión de lluvia sobre un afecto acariciado.
Era un olmo eremita cercano a la tumba en que reposan los restos de su joven esposa Leonor, muerta de tuberculosis a los 19 años. El profesor de francés en el instituto de la pequeña ciudad, se pasaba en aquel altozano de vista esplendorosa, tardes completas musitando sus cuitas. En ese mismo lugar, creó una obra literaria universal y sintió la profunda amargura de la soledad, al perder su amor más fresco y lozano…
“Señor ya me arrancaste lo que yo más quería… / Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar”.
Y ahora, si el viajero trashumante, tras recorrer el Camino de San Saturio y sentir en la concatedral las negruras heladas de los templarios perdidos en el “Monte de las Ánimas” –historia gótica en la leyenda de Gustavo Adolfo Becquer - acude ante las rejas del cementerio soriano, seguirá viendo, más añejo y retorcido, el tronco resquebrajado y abatido del poema perenne.
Un día lejano en el correr del tiempo - azulino, transparente, oliendo a heno -, bajo el muñón de corteza magullada, enterré, envuelto en papel de estraza dentro de un pequeño cofrecito de madera, un canto al árbol que unos meses antes, tras un viaje a las praderas sureñas de Estados Unidos, me había entregado en una reserva, un piel roja que lo había conservado entre sus pocas pertenencias, mucho antes de caer las primeras lluvias de su juventud.
Era una elegía, un requiebro querendón ofrecido a la madre Naturaleza en una cuartilla sobada inviernos antes, tantos, que se habían ido los búfalos, secado las praderas y los antepasado confinados en reservas tras seguir los pasos del ganado realengo.
En una página el poeta Schelling decía: “¿Qué es lo que llamamos Naturaleza sino un poema oculto bajo una escritura misteriosa?”.
Machado – don Antonio - lo supo con creces. Todo el libro “Campos de Castilla” es una trova sensitiva al hoy llamado medio ambiente. No olvidemos que si desaparece un árbol, una flor, un grillo, una paloma o un microbio, algo nuestro se rompe en la trastienda del alma.