Así podría haberse dirigido a los avilesinos y asturianos don Vicente Alberto, al modo en como don Juan Pérez Arango, gestor de los intereses de don José Fernández, se dirigió en famosa ocasión a los mandamases electos xixoneses con su «Véndovos Mareo», para tratar de sacar de apuros al Sporting. Es cierto que entre ambas frases, aparentemente idénticas, habría habido profundas diferencias semánticas. La de don Juan era volitiva y en ella el verbo «vender» significaba «traducir por dinero». La del señor Areces, asertiva, y ahí «vender» se habría traducido en «revertirá en votos».
Pero si no hay constancia de que la frase hubiese sido exteriormente emitida, sí fue eso mismo lo que el presidente del Principado hizo al salir de una comida con el presidente de la fundación Príncipe de Asturies, don Graciano García, «vendernos» el mono que el señor Niemeyer había pintado y donado a la Fundación, la cual, a su vez, realizó la «traditio» al Gobierno en aquel encuentro gastronómico. Pues, en efecto, a partir de aquel mismo instante el dibujo empezó a pretenderse como el bálsamo de Fierabrás que sacaría a Asturies de sus tinieblas culturales y a Avilés lo resarciría de anteriores chascos y de su decadencia económica.
En todo caso lo que sí hacía don Vicente Alberto era enlazar con una tradición inaugurada por sus antecesores: la de anunciar los grandes eventos y faustos tras la refacción (téngase por lítotes, acaso) del mediodía. No estuve yo presente en el momento del anuncio de este grande evento, pero sí en el de otro, en el de la inversión de aquella compañía «mayor que las siete hermanas» que el señor Rodríguez Vigil y el señor Víctor Zapico, atraillados por el señor Lauze, anunciaron con trompetería. Y recuerdo aún el olor de los vegueros y el color de los papinos posteriores a aquella comida. En todo caso, estoy razonablemente seguro de que el señor Álvarez Areces no fumaba puros en la ocasión del anuncio.
Quien quiera tener alguna memoria recordará que durante mucho tiempo aquella propuesta de nada levantó entre Uviéu y Avilés, entre don Gabino y don Vicente Alberto, entre PSOE y PP, una permanente disputa sobre la ubicación del nonato; asimismo, que nunca se supo exactamente el destino del edificio construido sobre los efluvios del mono. Llegó a proponerse, por ejemplo, como «Museo de los Premios Príncipe», sin que eso supusiera, ni por asomo, que se supiera qué iba a contener el tal museo. Del mismo modo, se ignoraba quién iba a financiar el «aquello», ni su construcción ni su funcionamiento, ni cómo se haría compatible esa institución con tantas otras que pululan por Asturies. Lo que sí sabían PSOE, don Vicente y doña Pilar Varela era que había que compensar a los avilesinos de tanta decepción y tantas promesas incumplidas por ellos mismos.
Sumen a ese elemento central un vector fundamental: una forma exacerbada de entender la política para la cual la voluntad lo es todo y la realidad poco; para la que presupuestos y normas no son cauces para que fluyan las aguas, sino diques para que no lo hagan. Añadan una época en que el dinero (sonante o en deuda) parece un material inextinguible. Coloquen ahí al señor Zapatero o al señor Areces.
Pero ese anverso tiene su reverso: el de los ciudadanos que piensan que sus demandas o apetencias deben ser satisfechas al instante; que fingen o fingen creer que el dinero cae del cielo y que, si no lo hay o que si sus exigencias no pueden cumplirse ahora mismo, es culpa de los políticos, y que, por lo tanto, están dispuestos a creer cuanto quieren escuchar, aquello precisamente que «el buen político» siempre tiene el olfato presto para decirles. Porque, como decía François Mitterrand, «las promesas electorales solo comprometen a quien las cree»; o, dicho de otra forma, los fraudes electorales no se asimilan a las estafas, sino a los timos: es indispensable la voluntad también engañadora o ilusa del timado.
Y último vector que nos lleva a un ente cultural sin definición, a una gestión caótica y tal vez punible, a una deuda inasumible, a unos patrones del «ente» que no saben qué hacen allí, a un partido que no sabe cómo gestionar sus responsabilidades y las de sus conmilitones, a otro que se lía los pies consigo mismo y a una comisión de investigación que está en la linde de lo bufo, quizás porque es el alinde de todo ello, tanto en los investigantes como en los investigados. Ese último vector es el papanatismo cosmopolita. Díganle a la mayoría de los políticos asturianos que, saltando por encima de las sebes de su país, van a hacerlos oler el polvo (el de las calles) de Nueva York y se volverán locos; tráiganles a un estadounidense afamado y guardarán para siempre el olor de sus micciones. Y ya si les dicen que van a construir aquí algo nada asturiano pero que, como al Faru de Cuideiru de la canción, van a ponerlo muy alto para que alumbre el mundo entero y no se pierdan los barcos, llegarán al deliquio.
Y es ahí donde aparece el Deus ex machina, el señor Natalio Grueso, con su agenda. De él no quiero comentar más que la actitud despectiva que entraña aquella frase suya ante la comisión de investigación: «Ahora el Niemeyer es una casa de cultura de pueblo». Me recordó inmediatamente el tono despectivo con que, en la Universidad del País Vasco, el ex diputado Francisco Letamendía trataba de ofender a nuestro bandalisquiano Francisco Llera Ramo. «Aquí huele a cucho de establo asturiano» gritaba al pasar por delante de su despacho.
A Francisco Letamendía, Ortzi («nube») de nombre de guerra, lo tuvo que recoger una piadosa patrulla de la guardia civil de la mar cuando, huido en una lancha con poca gasolina la noche del 23 de febrero de 1981, se quedó a la deriva en mitad del Cantábrico.
Esperemos que ahora que todos los protagonistas de aquel dislate se han visto bajados de la nube y han visto su pobre barquilla «entre peñascos rota, / sin velas desvelada, / y entre las olas sola» no necesiten ser remolcados por la guardia civil para su regreso a tierra firme.