Vivimos en una sociedad cainita y farisaica.
La intensa polémica surgida con ocasión de la imputación de la Infanta y el consiguiente paseíllo por el callejón de acceso al Juzgado de Palma da fe de ello.
Decía Savigny que la historia no resuelve problemas pero ayuda a entenderlos, y aquí, cualquiera que haya seguido esta historia se dará cuenta de que la Infanta debió haber sido imputada en el mismo momento que estalla el caso Noós. Así se hubiera actuado con cualquier ciudadano en estas mismas circunstancias.
En ese momento, sobre el juez Castro pesó quizá la responsabilidad institucional de tal decisión y desestimó la solicitud de imputación. Llegó a afirmar que la imputación era un estigma.
Por tanto, el primero que pone en solfa el principio de igualdad ante la ley es el propio juez Castro.
Con el paso del tiempo, quizá afianzado con el beneplácito del pueblo y, sobre todo, de los programas mediáticos de destrucción social masiva, con los mismos argumentos utilizados entonces para no imputar, imputa.
Los reproches de la Audiencia Provincial de Palma de Mallorca para calificar el Auto de imputación fueron demoledores: “insuficiencia fáctica a la hora de relatar cuál fue la concreta intervención de la Infanta”; “ausencia de trascendencia típica de alguna de las conductas”; “debilidad, inconsistencia y carácter equívoco de los indicios utilizados por el juzgador”.
La propia Audiencia le sugiere que explore otras alternativas y, sin dudarlo un instante, el juez inicia un proceso indagatorio sin parangón en el ordenamiento jurídico español.
Ningún ser humano saldría airoso de una investigación tan exhaustiva y tan organizada como a la que fue sometida la Infanta, ni siquiera circunscrita a un plazo temporal de 24 horas. Incluido el juez Castro. Todos acabaríamos imputados.
¿Qué ciudadano, qué periodista o qué juez, que además sean padres, no se han interesado por la suerte de su hijo opositor cerca de los miembros del tribunal que lo va a examinar?
¿Qué ciudadano, qué periodista o qué juez, a la hora de solicitar una licencia para construir o modificar su casa, incluye la totalidad de las obras a realizar y no trata de economizar relatando tan solo parte de la tarea a desarrollar?
¿Qué juez a lo largo de su vida profesional no se ha visto impelido, lo haya hecho o no, a dictar una sentencia de “amigo” sin perjuicio de terceros?
¿Qué juez no ha tenido dudas a la hora de declarar a la Hacienda Pública el importe de las clases impartidas como preparador?
¿Qué juez no se ha interesado por la pronta contratación para su juzgado de una plaza vacante?
¿Estaríamos en estos casos en presencia de ciudadanos, periodistas o, en su caso, jueces, defraudadores, incursos en tráfico de influencias o prevaricadores?
Indudablemente, no. Estaríamos en presencia de personas normales, de ciudadanos, periodistas y jueces inmersos en el tráfico ordinario de la vida, con unos parámetros de actuación amoldados a los usos de la generalidad de la sociedad, padres y amigos, sin que por ello dejen de tener un altísimo sentido de la responsabilidad y que asumen su función dentro del más absoluto respeto a los deberes profesionales y a la ética.
En todo caso, de los arcángeles para abajo, todos cometemos errores.
Se apela ahora al principio de igualdad ante la ley para que la Infanta se someta a la denominada pena de banquillo y haga el paseíllo como cualquier ciudadano normal sometiéndose a la justicia verbal del pueblo.
Se olvida que el pueblo, cuando actúa en masa –y permítasenos la metáfora-, no hace justicia, sino que ajusticia, ahorca, fusila, guillotina, lapida, como demuestra la historia.
Pero lo más lamentable, es que quienes así lo reivindican desde sus puestos institucionales y electivos gozan de las prerrogativas de inmunidad, inviolabilidad y aforamiento, prerrogativas que, como su propio nombre indica, son exorbitantes al resto de los ciudadanos y que, no obstante, defendemos porque nos parece que son necesarias para garantizar el sistema democrático.
El ordenamiento jurídico español está plagado de supuestos que juzgados con la vara de medir que se utiliza para la Infanta supondrían flagrantes atentados al principio de igualdad ante la ley.
En lo que se refiere al deber de testificar, están exceptuados el Rey, la Reina, sus respectivos consortes, el Príncipe Heredero y los Regentes del Reino, así como los Agentes Diplomáticos acreditados en España y el personal administrativo, técnico o de servicio de las misiones diplomáticas, así como sus familiares, si concurren en ellos los requisitos exigidos en los tratados.
También están exentos de concurrir al llamamiento del juez, pudiendo informar por escrito de los hechos de que tengan conocimiento por razón de su cargo: el Presidente y los demás miembros del Consejo de Gobierno; los Presidentes del Congreso de los Diputados y del Senado; el Presidente del Tribunal Constitucional; el Presidente del Consejo General del Poder Judicial, el Fiscal General del Estado; los Presidentes de las Comunidades Autónomas. Si fuera conveniente recibir declaración a alguna de estas personas sobre cuestiones de las que no hayan tenido conocimiento por razón de su cargo, se tomará la misma en su domicilio o despacho oficial.
Igualmente, están exentos de concurrir al llamamiento del juez, pero no de declarar, pudiendo hacerlo en su despacho oficial o en la sede del órgano de que sean miembros: los Diputados y Senadores; los Magistrados del Tribunal Constitucional y los Vocales del Consejo General del Poder Judicial; los Fiscales de Sala del Tribunal Supremo; el Defensor del Pueblo; las autoridades judiciales de cualquier orden jurisdiccional de categoría superior a la del que recibiere la declaración; los Presidentes de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas; el Presidente y los Consejeros Permanentes del Consejo de Estado; el Presidente y los Consejeros del Tribunal de Cuentas; los miembros de los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas; los Secretarios de Estado; los Subsecretarios y asimilados; los Delegados del Gobierno en las Comunidades Autónomas y en Ceuta y en Melilla; los Gobernadores Civiles y los Delegados de Hacienda.
Ciertamente se trata en estos casos de deponer como testigos, pero cientos de personas son objeto de un trato diferenciado respecto del resto de los ciudadanos.
Como decía Honoré de Balzac “La igualdad tal vez sea un derecho, pero no hay poder humano que alcance jamás a convertirla en hecho”.