El mar de los caribes

Los libros manoseados  de  “Maqroll El Gaviero” apretados a “Los sertones”, “La invención de Morel”,  “El Aleph”,  “El reino de este mundo”  “Pedro Páramo”, “El amor en los tiempos del cólera” y “La fiesta del chivo”, se hallan en la rinconera que forma parte  de un tálamo donde me pierdo en las noches entre innumerables espectros: unos, amigos; otros, pesadilla perenne.

 

Con el hidalgo colombiano se podía  recorrer en su buque - cascarón de hierro flotante - los ríos navegables, el mar abierto de la costa caribeña, los océanos lejanos, recónditos y profundos, hasta amarrar en los malecones de puertos exóticos, en que la brisa de otras  costas, los besos fogosos de mujeres esperando en el bar de la bahía, y el sabor empalagoso del vino macerado en  viejas  cráteras griegas, nos acogen.

 

Hubo un tiempo abrigado de bruma, en que regresamos al Mediterráneo a restañar heridas supurosas, y esas aguas donde Hércules levantó columnas,  y Constantino Kavafi, Lawrence Durrell,  James Joyce, Paul Bowles o  Naguib Mahfuz tañeron sonidos de caracolas y desnudaron sus propios fantasmas, nos recibieron sin un reproche.

 

El mar de la filosofía y el trigo, casi sin mareas – solamente cuando el viento de Levante se desmelena, retiemblan las costas - estaba en calma y envuelto en un azul oscuro.

 

Sobre esas bocanadas saladas vinieron a sus  playas  de arena blanca, civilizaciones envueltas en cántaros de miel,  poesía épica,  melodías de Cartago y de Creta, mientras  los bardos de Capri sembraban de azafrán  los labrantíos de Esmirna y Alejandría.

 

Tiempo atrás solíamos venir   a sentarnos a estas orillas. Éramos jóvenes, divagábamos a gritos y tocábamos la luz con nuestras propias manos para hacer luciérnagas. Media esperanza se entretejió  entre las ramas de sus pinares negros. 

 

Cierto día, leyendo “La última escala del Tramp Steamer”– roído por el uso y en cada página una pasión -  nos despertó el adormecido deseo de navegar  los litorales del Caribe plateado y luminiscencia cegadora.

 

De esa forma impetuosa,  El Gaviero y yo partimos en pos de peces refulgentes y brisa salobre; nos introdujimos en el mar corsario de las mil aventuras, y aquí seguimos al encuentro de Abdul Bashur, el idealista de bajeles fantasmales.

 

En una pulpería de Cartagena de Indias, recién desembarcados de la Isla de Aruba, expresó Maqroll sobre un ron color azúcar requemada:

 

“El siglo que me hubiera gustado vivir es el XVIII, con toda su carga de cinismo, de libertinaje, de elegancia, de bien escribir... Esta época de ahora es exactamente la época en la que no hubiera querido vivir jamás, y me duele que la vivan mis hijos, y me da mucho coraje por mis nietos”.

 

Hablaba con la hipocondría del marino padeciendo fiebre de heno.

 

Dos días en tierra firme y una tarde tumbado en la pensión “El pirata piraña” releyendo la biografía  caribeña  de Germán Arciniegas, se le pasaría la borrasca y volvería a  hacer planes para ir en busca de El Dorado.


El bien sabía  que el mar de los caribes no es solamente una idea húmeda, sino también una alucinación.



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