Nos reunimos para un programa de la TPA cuatro conocidos, Rocío Ardura, Fernando Rodríguez de la Flor y Pepe Monteserín; este, entre otras cosas, colaborador de La Nueva España y magnífico escritor. La conversación deriva hacia los radares, las multas de tráfico y lo injustificado de muchas restricciones o señalizaciones (por ejemplo, por qué existen tantos detectores de velocidad en las autovías, donde apenas hay incidentes, y son tan escasos o inexistentes en las vías secundarias, principal foco de muertes), cuestiones hacia las que alguno de los presentes tiene especialmente orientadas sus antenas. El discurso general es el del tópico recaudatorio. Yo no es que discrepe pero creo que hay algo más.
Recuerdo, a modo de muestra, que hace años, cuando aún el campus de Viesques de Xixón no era más que un proyecto en ciernes, pregunté a un responsable de Fomento cómo era que por el vial ya trazado entre los prados donde más tarde se alzarían los edificios hubiese una limitación de velocidad tan restrictiva, sin sentido alguno ni utilidad. Respuesta: «porque en el futuro queremos que por ahí se circule a 30 por hora y así la gente se va acostumbrando ya». La respuesta del ingeniero ejemplifica a las claras que detrás de muchas disposiciones de la Administración, relativas al tráfico pero también atingentes a otros ámbitos, no se encuentra solo la voluntad de recaudar, sino una compleja mixtura de pulsión de imperio y de voluntad de ahormar la vida de los demás en la visión del mundo soñada o ideada por quienes pueden intentar imponerla.
Esa actitud dominadora es inseparable de un cierto desprecio de los demás, de una consideración de los ciudadanos como menores de edad o, al menos, como sujetos que deben declinar sus presuntos derechos en función del interés o la sabiduría, siempre superiores, de la Administración. Así, he denunciado en tiempos recientes cómo algunos ayuntamientos suprimen de forma habitual durante más de un mes los aparcamientos de una calle a fin de realizar una obra que solo se pondrá en marcha al final de ese período, o mantienen la prohibición una vez concluidos los trabajos. No es un tema menor, aunque lo parezca –y se podrían aducir otras muchas muestras de ese abuso en el trato diario que en las calles de la ciudad practican con los ciudadanos las autoridades al respecto del tráfico-, y, en todo caso, ejemplifica esa doble mentalidad de imperio y menosprecio del ciudadano, tan generalizada.
Si extendemos la mirada hacia territorios más amplios, observamos que esa voluntad de imperar y ahormar caracteriza en gran medida la sociedad contemporánea. Nunca hasta hace pocas décadas habían existido tantas imposiciones y medidas de control sobre los ciudadanos. Unas se hacen con el pretexto de controlar nuestra salud (así las prohibiciones sobre el tabaco o las restricciones atingentes al alcohol o las grasas), otras con la intención de salvar nuestras vidas (las relativas al tráfico, por ejemplo). Ahora bien, uno se pregunta, por ejemplo, si un adulto no puede decidir cuándo necesita antibióticos, o si un padre no puede decidir cómo educa a su hijo en relación con el alcohol, o si el Estado puede quitar un hijo a unos padres para controlar la ingesta de grasas del niño. Es evidente que el entendimiento último que subyace en ello es que el ciudadano, adulto o no, es un ser incapaz.
(Ello nos lleva, por cierto, a una seria reflexión sobre la democracia y sus principios. Si los administrados son incapaces de pensar y actuar correctamente, ¿cómo es que pueden elegir quién los gobierna y en nombre de qué? Amplíen esto ahora: si, como afirman reiteradas sentencias judiciales y proclama una parte de la opinión, quienes firman una hipoteca o contratan un producto bancario no se enteran en muchos casos de lo que firman o contratan, ¿cómo es que sí saben lo que eligen para el gobierno de la colectividad?)
El tópico monomaniaco actual podría incitar a pensar que son los políticos quienes en su afán de mandar impulsan esas medidas. Es un error. Son ellos, es cierto, quienes al final estampan su firma en leyes y reglamentos, pero no suelen ser ellos los impulsores. El político es un ser, por lo general, ávido de poder y concupiscente de votos, pero es un ser —al igual que los partidos— bastante desconocedor del mundo. Por ello, muchas de esas imposiciones que cursan como legislación no obedecen más que al interés o capricho de pequeños grupos de ciudadanos y, muchas veces, a la manía de «expertos» —incrustados o no en la Administración— que ofrecen al político las novedades con que rellenar el acezante estado de ansiedad en que está constituida la política hoy en sus relaciones con la opinión pública. Al modo de la locomotora de Los hermanos Marx en el oeste o del Henrietta de La vuelta al mundo en 80 días, la política necesita «quemar» constantemente novedades para dar la impresión de que sirve para algo y de que hace algo. De ahí que tantas veces veamos normativas que no se pueden poner en práctica, leyes que han de modificarse luego, textos que al día siguiente reciben subsanaciones de errores que no son sino rectificaciones. Claro que, de todo ello, las víctimas, los ciudadanos.
«Tal parlamento solo legisló tantas leyes este año» suele lamentarse en los medios quejándose de la escasa actividad de los legisladores. Sería tal vez acertado pensar que en muchos casos es mejor la inacción legislativa que la actuación, y, sobre todo, que el ahínco. Y que tal vez, digámoslo con una pizca de eutrapelia, en el frontispicio de los parlamentos debería lucir este emblema: «Felices los pueblos que no tienen legislación». O, al menos, ya que acabamos de remedar a Montesquieu, aquella otra máxima de don Carlos Luis: «Las leyes inútiles debilitan a las necesarias». Que el resto de las plumas con que el pavo se exhibe y pavonea no tiene otra finalidad que la de seducirnos para… hacernos sentir el peso de su imperio sobre nuestras espaldas.