Pavana otoñal

Reminiscencia a flor de piel: mañana entumecida con nubes gruesas  formando cúmulos grises. Los tilos alicaídos y los arces de anchas hojas haciendo  sombra a los castaños del bulevar. Entre los aleros algunos mirlos. Los pausados  tranvías iban y venían delante del hotel Metropol en una ciudad de Belgrado yerta, y lo hacían con el paso cansino  del  hierro viejo.

 

  Me alejo de la pantalla del ordenador. Repaso el cuadernillo de notas donde voy escribiendo, como un dejarse ir,  los acontecimientos sueltos de una existencia monótona. Todo aquel tiempo perenne estaba allí ayudaba a mover las bifurcaciones de los recuerdos.

 

Ella vestía un conjunto de raso azul y sus hombros los cubría una chaquetilla de lana hecha a mano, la misma que ancianas mujeres venidas de los pueblecitos de las llanuras del río Sava camino de  Hungría, tejían permanentemente a la entrada de la fortaleza en el Parque de Kalemegdan.

 

 Estaba linda. El rostro transparente, los labios limpios. Sus ojos eran los mismos: gozosos, vivarachos, de un verde marino suave. El apesadumbrado era  uno.  Regresaba a una ciudad aletargada y a un hotel todo recuerdos, ahora esparcidos entre  las comisuras del aliento. Ninguno de los dos  éramos ya los mismos y sabíamos que  ese encuentro sería el último.  Hay recuerdos que como la brisa en las noches calmas regresan siempre a refrescar la frente.

 

    Esa muchacha, cántaro de agua para unos labios con sed,  llamada Vera - el nombre femenino más hermoso en lengua eslava - penetraba en  el claroscuro de mis afectos clandestinos, esos que si unos los roza con la mirada,  hieren.

 

  Nos sentamos en el bar. Como en otras ocasiones tomamos licor de guindas. Las despedidas dejan escozor en la membrana del ánimo. Una hilera de fotografías en las paredes ofrecía un panorama de los tiempos gloriosos del hotel, cuando  el mariscal Tito venía triunfante a recibir en estos salones  con olor a alcanfor rancio, a sus más importantes huéspedes.

 

 Algunas  de las figuras estaban rasgadas: se le  les punza  los ojos.

 

 Suele ser frecuente en las iglesias ortodoxas  eslavas que los creyentes rocen con fuerza las miradas  de los santos hasta dejarlos ciegos; eso, perjuran,  da buena suerte y ayuda en las graves enfermedades  de la mente.

 

 Acerqué mis dedos y rocé sus parpados: “Para que no me olvides”. Ella hizo lo mismo con los míos.

 

Era la hora de la partida. El hotel todo él era una despedida. Con ese adiós dejaba una ciudad, unas tierras  y  una larga querencia.

 

 Esta noche pasada, en esta tierra del levante mediterráneo donde ahora intento amasar recuerdos idos, he seguido leyendo – lo hago a pedazos -  unas admirables memorias de Isaac Bashevis Singer, en cuyas páginas el amor y el exilio se contraponen.

 

Conozco su ardor: Es la perpetua existencia saliendo a nuestro encuentro mientras las querencias se cubren de calma retenida.

 



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