Tardé tiempo en comprender el enigma impávido de esa atalaya de los césares. Se lo debo al soneto “A Roma sepultada”, de Francisco de Quevedo, versos estos enraizados al aire de unas ruinas inmortales y a la leyenda adherida al musgo en piedras milenarias:
“Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!, / y en Roma misma a Roma no la hallas: /cadáver son las que ostentó murallas, / y tumba de sí propio el Aventino.”
Los libros - siempre compañeros de viaje - serán pocos; voy como el cenobita, ligero de equipaje, en clara insinuación a las sinecuras de Antonio Machado aunque él, en postrero éxodo, también supo despojar el alma de la pesada carga del camino. Yo no haré tanto, mis desvelos no me permiten rumiar los deslices envueltos en trashumantes pesares. Debo esperar aún el tiempo del rezagado manotazo de la existencia
“Memorias de Ultratumba”, páginas póstumas de Chateaubriand; “Paseos por Roma”, guía de Stendhal, y “Viaje a Italia”, la otra obra autobiográfica de Goethe - con “Poesía y verdad” - , serán el peso de toda mi alforja.
Rebuscando esos casi incunables – nuestra biblioteca es lo más parecido a una pulpería – hallé un tomo que había desaparecido hace tiempo y nunca pude encontrar: “Breve historia de Yugoslavia”, editado por la colección Austral de Espasa-Calpe hacia el año 1972, es decir cuando ese país de los Balcanes era una confederación.
Nada más tenerlo entre las manos, vinieron al encuentro los lejanos días en Belgrado.
Tiempo hace que no voy a la ciudad de san Sava, y aún así podría pasear en ella a ciegas, cruzarla como sombra pegada a los edificios grises, volver a reposar en sus paseos entre los sauces blancos, los suaves fresnos, el tilo eremita con sus hojas protectoras en el recodo de un claro estanque de agua limpia, donde la ardilla roja, gozosa y confiada, comía pequeños trozos de nueces de nuestras manos.
Ahora todo es remembranza, calina y destierro inmenso.
Existen vidas constituidas con hojas de papel, senderos polvorientos, cortas ternuras o recuerdos sin fin. La nuestra se levantó sobre ciudades recónditas, pueblecitos sin nombre, calles, placitas y avenidas. Un conglomerado de cemento blanco, ladrillos y verdor espeso en las venas.
En Belgrado un tranvía nos traslada al hotel Moskova en el centro de la ciudad. Desayuno panecitos mojados en chocolate. Un conjunto musical formado con dos muchachos, una jovencita de ojos seductores y tres ancianos, envuelve el espacio de una resonancia melosa.
El sonido del violín nace del alma, y la eslava se arrulla de hojas húmedas, se mece en rachas de brisa.
Agradezco a los textos que me acercan a la Ciudad Eterna y a otras urbes. Llueve en Roma y los puentes del Tíber rebosan agua. Europa es pequeña. Guarnecido en un restaurante de la Plaza Navona, releo a Stendhal: “Ir sin amor por la vida es como ir al combate sin música, como emprender un viaje sin un libro”.
Con esa exhortación, lector comprensivo, vamos haciendo camino