Rozando Sófocles el postrero trance de la vida, el anciano patriarca de la tragedia escribió cuando la miraba y el cansancio de los días, habiendo sido azulinos, se volvieron fuliginosos:
“Los largos días acumulan mucho, / más cercano al pesar que el gozo. /…La muerte por fin, la libertadora. / No haber nacido es, por mucho, lo mejor. / Luego, cuando se ha visto la luz, / es volver pronto al lugar en que se vino. / Cuando ha pasado la juventud y sus veleidades, / ¿qué dolores no sentimos, qué pesares no conocemos?”.
En “Una historia de amor y oscuridad”, Amos Oz, el escritor israelí sitúa en labios de un viejo familiar hebraico la sentencia del griego: “Lo mejor que le hubiera podido suceder al hombre tras haber nacido, era morir joven”.
En lo íntimo, uno ya no puede rozar esos timbales de resonancias mohínas. Ya rozamos la madurez ampliada repleta de achaques, incertidumbres, zozobras y variadas aprensiones. Igualmente inmensas dudas. Vivir es sin duda hermoso al ser la mejor esencia posible en la sangre humana, mientras el llamado de la parca es la voz autentica de que hemos existido a plenitud.
Estas reflexiones convertidas en eco del aliento, nos recuerda que no seremos de este mundo en toda su plenitud, al germinar a nuestro paso oscuridades aladas y suspiros conventuales, ya que entre una divinidad arropada de fluctuaciones convertida en misterio, nos quedamos con el verbo poético frente al temor adolorido.
Cada hombre o mujer, sin dioses que cubran tantos desvelos interiores, cuentan con el afecto para amarrar las aprensiones levantadas en los senderos recorridos. Lo señaló el filósofo francés Michel Montaigne:
“Cada virtud necesita una persona; el compañerismo, dos”, y en esa reflexión estábamos cuando recibimos una esquela.
La postal viene de Capri y la envía un grupo de amigos de “La Piazzetta”, bajo la sombra de las cúpulas de san Esteban.
En aquella roca calcárea, antes de tocar tierra con aroma a salitrería y limones agrios, se siente el bisbiseo del aire en las ruinas de la mansión del pervertido emperador Tiberio.
Ahora, ya de noche, asomado a la ventana de la hostería cercana a la cartuja, un pequeño cuadernillo dejado en una rinconera habla de Omar Kheyyám. En sus hojas hay una “rubai”:
“Al mundo, ¿a qué venimos? Después, ¿por qué nos vamos? / ¿Qué quiere esta existencia que nos ha sido impuesta? / Arden las almas bajo su peso y se convierten en cenizas, más yo no logro ver la hoguera”.
Sentimos en estos soplos como si la lluvia permanente del ceniciento invierno mojara hasta la respiración.
Ya comenzando el febrerillo locuelo, Edith Hamilton, en su historia de los filósofos helénicos, nos ha dejado unas palabras al socaire de la estación intemporal… “Envidias, ficciones y muerte súbita / y al final, la vejez despreciada, achacosa, hostil”.
Aún así digamos con franqueza: el mejor don posible es la vida, aún con sus dudas y aprensiones. Ah, y las fogosidades afectivas.