Miren un poco atrás: 2012. ¿Recuerdan? La llegada de François Hollande a la presidencia de Francia fue saludada en todo el occidente progre con chirimías y atambores, en un clamor ensordecedor. Él iba a levantar la economía europea regando de euros la Unión, acabando con la austeridad, creando los eurobonos y, sobre todo, parando los pies al Mal, digo, a doña Ángela. Pues bien, no solo no ha levantado nada (en el ámbito económico, se entiende), sino que ha anunciado un nuevo recorte en su casa, de 65.000 millones de euros. ¿Han oído ustedes una sola voz, un solo «confiteor», un discreto reconocimiento de su error, a aquellos millones de ciudadanos y expertos que vaticinaron el fin del reinado del Mal con el ascenso de don François y lo celebraron con alharacas y trompetería?
Pues el mismo silencio de camposanto con que se constata que ni el también en su día salvífico Obama iba a cerrar Guantánamo o acabar con las prácticas de espionaje o de guerra sucia. Ni uno de sus antiguos adoradores y bautistas ha dicho esta boca es mía, como guardan un silencio absoluto sobre monsieur Zapatero quienes en su día lo jalearon y anunciaron al mundo la «conjunción planetaria» de la yunción Barak Hussein-Rodríguez.
Al final del Libro de Daniel se cuenta que Habacuc se disponía a salir de su casa a llevar la comida a sus segadores cuando un ángel lo trasladó por los pelos de la cabeza, con la comida en la mano, hasta Babilonia para llevarle esa comida a Daniel, que estaba en el foso de los leones. Después, y de inmediato, lo trasladó otra vez a Palestina, donde, suponemos, volvería a preparar la comida para sus obreros y seguiría como si tal cosa.
Pues bien, en la civilización occidental y especialmente en su facción autodenominada progresista abunda el tipo Habacuc. Llevándose a sí mismo por los pelos de un súbito orgasmo ideológico (más arrastrado por su propia mano, al igual que el barón Münchhausen, que por el ángel de Habacuc) se traslada a la Arcadia al acontecer cada suceso que él desea que sea, por fin, el triunfo del Bien sobre el Mal. Fracasado el sueño, vuelve, como Habacuc, a sus tareas diarias, como si nunca hubiese estado en Babilonia ni predicado al alto la lleva la efímera buena nueva.
Pero hay otros silencios más siniestros. Se trata del silencio que en gran parte de la opinión pública occidental se produce cuando en las dictaduras que no son de derechas se producen crímenes o genocidios, especialmente si esas dictaduras se predican, de alguna manera, como de izquierdas. Así, recientemente, hemos asistido a un nuevo asesinato en Corea del norte, el de Jan Song-thaek, impulsado por su tío, el dictador Kim Jong-un, acaso en la forma bárbara de echarlo a los perros para que lo devorasen y en presencia de la familia. Pero fuese ello así o no, de esa forma absolutamente primitiva y cruel, ¿han oído ustedes alguna voz en esos ámbitos? ¿Han visto, alguna vez, en alguna calle, una sola pancarta contra la dictadura coreana? Silencio absoluto. Es más, la risa y el aplauso de algunos.
Y lo mismo ocurre cuando hay matanzas tribales en África o cuando, como en Siria, durante años, se masacra a la población civil. A no ser que EEUU intervenga o haga amago de intervenir, tal en Siria hace unos meses, no advertirán ustedes ni el rumor de una inquietud, el latido de un corazón conmovido, en quienes con tanta facilidad ocuparían las calles de producirse los mismos hechos con otro color.
En algunos de estos casos, muchos de quienes guardan esos ominosos silencios lo hacen porque creen que, en lo sustancial, los sistemas constituidos por esas dictaduras no son rechazables per se, sino porque tienen algún defecto menor, que no hace inválido el sistema aunque sí incómodo. Y piensan que, si como Habacuc, ellos pudiesen desplazarse allí llevándose en el aire por los pelos, rescatarían al Daniel-pueblo para hacerlo gozar de la buenaventura eterna en ese sistema, ahora ya corregido por ellos de sus imperfecciones menores y coyunturales.
No saben los pobres que en cualquier trastorno o revolución ellos serían los primeros devorados por los leones y por el fracaso, como lo fueron los inocentes que, alentados y jaleados por los Habacucs occidentales, creyeron que con trinos electrónicos, manifestaciones y gritos de «primavera árabe» podrían domeñar la realidad y construir el mundo a la medida de sus sueños.
PS. La reciente nota de ETA confirma lo que los que lo queríamos saber sabíamos: no piensan disolverse ni entregar las armas; y ello porque su pretensión es la de ser, al tiempo, los garantes de la libertad de los presos y el motor último de la independencia de Euskadi. Una vez más, el enorme gentío de ilusos voluntarios —esos Habacucs que, desde hace ya una década vienen autotrasportándose, mes sí, mes no, a la Babilonia feliz del fin de ETA— regresarán al silencio y al olvido en espera de una próxima ocasión de transporte en que puedan volver a proclamar, como si no llevasen profetizándolo ya tantas veces, un nuevo tan ilusorio como voluntarioso «ahora sí, ahora ya».