El mejor de la tribu

Conocí a Manu Leguineche una tarde de verano en Brihuega al final de los noventa. Y lo primero que nos contó a un grupo de periodistas, fue que no le gustaban las historias de guerra que contaban los jovencitos del Pentágono a los periodistas, que les ponían los muertos del vietcong en el hotel de Saigón para que no se molestaran en curiosear.

Manu quería ser un testigo de lo que pasaba en las guerras, porque tenía la curiosidad insaciable para escuchar con los ojos y los oídos lo que pasaba a su alrededor y luego contarlo a los lectores. Y como las historias nunca tienen un final definitivo. A él no le importaba recorrer una guerra más, un kilómetro más o hablar con alguien más para contar lo que pasaba.

A Manu, los últimos años, la enfermedad le sacudió duro y no se movió de Brihuega. Allí se alimentaba de sus lecturas de Delibes, de los periódicos, de sus muchos amigos, de sus partidas de mus. Siempre se consideró un personaje secundario, pero sus amigos lo tuvimos por una gran periodista y una gran persona.



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