Quien escribe y conversa en castellano no puede estar lejos de las palabras que uno amamantó en el regusto de la heredad materna.
Mi español está construido sobre mojones, pero aquí, en los muchos años viviendo en Caracas se consolidó, convirtiéndose en marea abierta entre incontables escritores, aunque uno, Pablo Neruda, fuera el rompeolas que amordazara con más poesía que prosa.
El poeta - rostro triangular - gestos de campesino, voz de trueno, rayo encendido, cuando departía se agrietaba la América cobriza, y el viento iba a esconderse en las grutas profundas de los Andes.
Un mes de enero lluvioso como este, pero en septiembre, allá, donde comienza el Sur, caía el poeta teutónico que, cuando hablaba, decía aguas torrenciales y maíz envuelto en guijarros de Pacaembú.
Ese amanecer Isla Negra chorreaba oscuridad. Los peces y los mástiles, asustadizos, se hundieron en el océano y la misma luz del alba no se atrevió a romper el horizonte color malva.
Alguien, ante el cadáver del poeta, abrió sus las venas y pintó sobre un poncho: “...hay un mensaje escrito en las paredes / y el pueblo, sólo el pueblo, puede verlo.”
Pablo recorrió envuelto en mortaja azulina, frente a los acantilados cara a la furia del Pacífico - nunca fue sereno, ni claro - toda la gama de la lírica. En su primera etapa juvenil cruzó volando el húmedo sendero vaporoso del romanticismo, y así, en “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” nos legó el libro que casi hunde toda la poesía amorosa europea, desde los romances anónimos del siglo XV.
Al pie de la tumba lo esperaba Gabriela Mistral, la maestra pequeña y frágil cuya obra, de una sexualidad erótica arrebatadora, había levantado sobre uvas, querencias sufridas y vientos.
Cuando en Venezuela y el resto de Hispanoamérica se flamear una sílaba de color añil, verde o roja, pensábamos en Pablo Neruda, y en el regocijo de la memoria perenne el pueblo sabía que cada cien años, germina el jardín de la palabra vigorosa como las inmortales piedras de Machu Pichu, las olas rompientes en Arica o la arena fogosa de las playas caribeñas en esa tierra de gracia llamada Venezuela.
Un día el bardo, visitando Caracas, la ciudad asentada en un valle a los pies de la asombrosa montaña El Ávila, llamada ahora Waraira Repano en su nombre originario, escribió en una onda poética:
“Nombres de Venezuela / fragantes y seguros / corriendo como el agua / sobre la tierra seca, / iluminando el resto / de la tierra / como el araguaney / cuando levanta / su pabellón de besos / amarillos”.
A Caracas uno la ama aunque no sea grata en su estructura. Como ciudad es fea, poco agraciada, violenta, sucia, inhumana en casi todos sus aspectos, y únicamente su gente, franca, cordial, muy amable, con un deje hablado tierno y sutil, atrae al viajero reconfortándole con la urbe desencajada.