Sentado en un pequeño sobresaliente en la blanca villa Lovis, en Capri, contemplo en la cercana costa de Sorrento. Cerca debe estar el pueblecito de Positano y un poco más lejos Ravello. Allí, en una mansión levantada al borde de un enderezado acantilado, franqueó su última duermevela el escritor norteamericano Gore Vidal.
Del autor gringo de “La ciudad y el pilar de sal”, releo ahora “Palimpsest”, y al unísono unas páginas de Martin Amis comentando sin piedad esas memorias. Los dos escritos están sazonados de hechizo.
He venido andando por un sendero de matojos, pinos, hinojos y lentiscos desde la Cartuja de san Giacomo, y así sentarme a leer tranquilo cuando la ventolera de poniente se aplaque un poco.
El gélido invierno - esta vez se hizo remolón - sigue en alguna parte oculto, aunque la “mujer del tiempo” anunciaba en la mañana tormentas de nieve fuertes al norte de Italia y en media Europa.
Nos envuelve otra calenda más.
En el calendario de la antigua Roma, calenda se da a la primera amanecida de cada mes, y Gesualdo Bufalino, en una especie de autobiografía en que los fantasmas de la vida se van desnudando con extraño pudor, habla de “Calendas Griegas”.
El ellas refleja sus propios días flotando en los atajos del alma. Se conoce esa marabunta a cuenta de riachuelos de risas, dudas, un poco de sangre, una lágrima furtiva y algo de pasión amorosa aflorando en sus páginas, mientras el país helénico es la bruma tras la ventana entreabierta, un recuerdo de juventud.
De esa tierra helénica imperecedera nos envuelve el aire y las costeras de Creta, brumosas en la lejanía camino de Chipre, donde en fechas lejanas acudimos a bañarnos en aceite de oliva.
Fue una ceremonia pagana igual a la observada en insondable silencio por Curzio Malaparte en la Torre del Greco, atalaya erguida en la cerca Nápoles. En lugar de efebos pariendo muños de carne en una representación repugnante a la pálida luz de la luna, había mujeres con pechos igual a cántaros de leche y pasión lasciva desatada.
Sentado en una rinconera de peñascos, el mar Tirreno – azul intenso, brillante y casi plata - se percibe como al cambiar la luz de la tarde, también lo hace la costa de Salerno, y así, tras un blanco translúcido, viene un manto de sombras, ahora rojas, ahora grises.
En una carta a su hermano Stanislaus, James Joyce le dice: “¿Alguna vez te has puesto a pensar lo importante que es el Mediterráneo?”.
Mirándolo en lo alto del Monte Solaro esa inmensa marisma salina a nuestros pies, vemos casi al instante como se transfigura en un espejo intensamente añil.
Había llegado el momento de tomar las alforjas y regresar al Caribe. Y eso estamos haciendo en estos momentos. Durante dos semanas Venezuela será un refugio sentimental o una postal caduca. En la mitad del medio, algo cierto: volveremos a enfrentarnos a lo mejor y lo peor de un país.