Que los Sabios venidos de Oriente nos enseñen cómo no caer en las trampas de las tinieblas y cómo defendernos de la oscuridad que busca rodear nuestra vida.
(Homilía de Francisco. Misa de Epifanía)
La condición de notario me permite oír y escuchar a muchos jóvenes que a mí acuden, antes de casarse, para firmar la escritura pública de Capitulaciones Matrimoniales. Los diálogos con jóvenes, antes de su matrimonio, unas veces bajo la forma civil y otras bajo la canónica, son fuente de mucha información. Me interesan, naturalmente, todos, si bien tengo especial curiosidad con los que se casan según las normas complejas de la Iglesia -una complejidad derivada del carácter sacramental, lo que supone que un contrato entre dos personas, sea, además o también, un signo de la Alianza entre Dios y su pueblo-. Que, como escribiera -con rotundidad- Benedicto XVI, “a la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo…icono de la relación de Dios con su pueblo”; o que, como escribiera el papa Francisco –con menos contundencia- “un matrimonio, como unión estable de un hombre y una mujer, que nace de su amor, signo y presencia del amor de Dios.
Cuando pregunto a los que van a contraer matrimonio canónico, sobre el significado del signo sacramental, sobre la unión entre un hombre, que representa a Cristo, y una mujer, que representa a la Iglesia, y sobre el compromiso de fidelidad para toda la vida, unos sonríen con diversos significados y otros manifiestan su asombro. Es precisamente en la “cuestión matrimonial” dónde son muy visibles los destrozos de ese fenómeno, de sociología religiosa, que es la ruptura en la transmisión de los valores religiosos, o crisis en la transmisión de la fe. Y esa ruptura es llamativa tratándose de jóvenes de clases medias y altas, con ascendientes que fueron educados en la omnipresencia del fenómeno religioso durante el nacional-catolicismo español.
La familia, tradicionalmente baluarte o fortaleza en la transmisión de la fe, hace agua por muchas partes. Y esa ruptura en la transmisión de los valores religiosos parece que sólo tiene una ruta: seguir agravándose. Serán, sin duda muy interesantes las reflexiones que este mismo año se hagan ante la preparación del Sínodo de obispos, precisamente sobre este tema. Bienvenido sea, aún por necesidad, el actual revivir del importante papel de la mujer en la Iglesia (Donne e Teologia). En ese contexto resulta muy lírico lo escrito por el papa Francisco en su Encíclica Lumen Fidei: “La transmisión de la fe, que brilla para todos los hombres en todo lugar, pasa también por las coordenadas temporales, de generación en generación”. Razones, sin duda, no faltaron a mi bendito Benedicto XVI para preguntarse por las dificultades de la “pastoral matrimonial”. Eso es así, aunque el “deber ser” sea otro (se recomienda la lectura del canon 1063 del Código de Derecho Canónico).
Lo de pactar capitulaciones matrimoniales, generalmente antes de la celebración matrimonial es interesante, pues su objeto único es que el futuro matrimonio se rija, en lo económico, por la separación de bienes, excluyendo el régimen de comunidad, la llamada sociedad de gananciales. Es ya un hecho, en lo jurídico y en lo social, la “relativización” del vínculo matrimonial, sabiendo que la ley civil deja a cualquiera de los contrayentes la decisión última sobre la extinción matrimonial, reduciendo plazos y eliminando causas objetivas para poner fin a la unión conyugal. Siendo eso así, ¿qué sentido tiene un régimen económico matrimonial que hace comunes a los cónyuges las ganancias o beneficios obtenidos indistintamente por cualquiera de ellos? Si se trata de compartir lo mínimo, con la vista puesta en el “divorcio exprés” ante las dificultades, ¿para qué un sistema económico pensado para una intensa comunidad de vida?
Es normal que los futuros cónyuges, los más informados y/o aconsejados, huyan como de la peste de las normas de los gananciales que tantos enredos pueden causar. Unas normas, las de los bienes gananciales, con efectos y consecuencias económicas importantes e imperativas, lo que no ocurre con las llamadas “obligaciones” civiles, elásticas, de los cónyuges, tales como vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente (Código Civil). Y, desde luego, será una pretensión imposible que, estando la institución del matrimonio en profunda crisis, su realidad sacramental no se vea afectada –siempre cabe mirar para otro lado y seguir como si nada; que esa es la actitud, aparente, de muchos altos clérigos-.
Karl Rahner, después de analizar los que llama “sacramentos de iniciación”·(bautismo y confirmación –el Catecismo añade la Eucaristía-), estudia los que llama de “estados de vida”, los dos sacramentos que introducen a un estado de vida, y escribe:“ La visibilidad sacramental del acto por el que Dios, de manera decisiva, llama al hombre a asumir una función decisiva en su historia individual, y también en relación a su historia de salvación, son los sacramentos del orden y del matrimonio”. Ciertamente que muchas analogías se pueden encontrar entre uno y otro sacramento, pero hay una diferencia esencial: por la ordenación sagrada se adquiere el estado clerical -que nunca se anula, aunque se puede perder-, y el matrimonio, por el contrario, es sacramento de laicos -que es consorcio para toda la vida-.
¿Y qué ocurre cuando un sacerdote dice al obispo que quiere dejar el estado clerical? ¿Y qué ocurre cuando dos esposos dicen al sacerdote que ya no se quieren y que no desean vivir juntos, que no se soportan? Pues ocurren “cosas” muy distintas. En el primer caso, para clérigos, cabe la pérdida del estado clerical, con dispensa añadida del celibato por el Romano Pontífice, y así todo resuelto. En el segundo caso, las posibilidades son mínimas; queda el recurso a meditar sobre el amor divino y humano, y, desde luego, rezar y rezar, rezar mucho; o como escribiera Juan Pablo II. (2004): ”Es preciso redescubrir la verdad, la belleza de la institución matrimonial”.
Y si en el sacramento del orden, salvo casos puntuales, a nadie se le ocurre, disparatadamente, ir a los tribunales eclesiásticos para que se declare la invalidez de la sagrada ordenación, en el matrimonio solicitar la nulidad es moneda corriente; es la ocurrencia, también muchas veces disparatada y más general ante la falta de otras vías. Llama la atención que hasta ahora, los clérigos peritos no hayan encontrado solución al problema del acceso al “sacramento de los sacramentos” (la eucaristía), por parte de los divorciados vueltos a casar civilmente, manteniéndolos excomulgados como el excomulgado Zaqueo, el de Jericó, según el Evangelio de San Lucas.
Ese distinto tratamiento en dos sacramentos, que tienen en común ser “de estados de vida” –se reitera-, a algunos les parecerá bien, lo adecuado según el Derecho; a otros, preferentemente laicos, quizá no les parezca tan bien, viendo en ello un abuso de “posición dominante”. Es inevitable que algunos consideren lo anterior como un ejemplo más de los efectos desorbitados del poder de los clérigos en algunas religiones: clerecías desconocidas en el monoteísmo judío y desconocidas en el Islam sunnita, no así en el chiíta, que gira en torno a los poderosos, clérigos, los ayatolás.
Esto es también un problema en una Religión, la Católica, de mucho clero, que ha sido fundamental –justo es reconocerlo- para el gran objetivo que es la pervivencia del cristianismo mismo. El asunto debe tener su importancia. Hasta los mismos papas no dejan de alertar sobre los peligros del exceso de clericalismo en la Iglesia. Aún se oyen los desgarros de Benedicto XVI denunciando el llamado “carrerismo” y las luchas de poder entre clérigos –causa última de su renuncia al Vicariato de Cristo-. Y recientes son también son los pronunciamientos del papa Francisco, elegido con muy amplio consenso, precisamente, para frenar los desvaríos de altos clérigos romanos, enloquecidos por el Poder. La última denuncia papal tuvo lugar en la homilía de la Misa de Santa Marte el 16 de diciembre de 2013: “Cuando en el pueblo de Dios no hay profecía, su lugar, vacío, lo ocupa el clericalismo”.
Y es que el tema de las clerecías, masculinas, y su poder es ya un clásico en la sociología de las religiones (Durkheim y Max Weber, entre otros). El Poder en la Iglesia lo tienen los clérigos -así de claro-. Es interesante recordar como en el seno del cristianismo primitivo, la separación entre clérigos y laicos fue un proceso evolutivo, definiéndose estos últimos por no ser clérigos, y no disponiendo de ningún poder en el seno de sus Iglesias (Pelletier).”En el siglo III –escribe José Fernández Ubiña en El cristianismo greco-romano- no sólo se consolida el papel directivo del obispo en la gran Iglesia, sino que se conforma un auténtico cursus eclesiasticus, a imagen del cursus honorum seguido por sacerdotes y magistrados del Imperio”. Y una clerecía, autorreferencial, que a veces parece necesitar del sustento del Poder para mantener un sistema de vida realmente complicado y radical, como “complicados” y radicales son algunos de los llamados consejos evangélicos, causa de múltiples trastornos.
¿Qué habrá de afán de poder, de control de clérigos, género masculino, sobre los laicos en un asunto tan sensible e importante como es el sexual y el matrimonial? ¿Será verdad que lo calificado como inmutable dentro del sacramento del matrimonio responde a la Revelación o se trata de buscar, consciente o inconscientemente y como sea, argumentos para mantener el statu quo, un statu quo de dominio que también hace agua por todas partes? ¿Es que alguna vez el Derecho, también el Derecho Canónico, ante asuntos trascendentes, ha sido neutral? ¿Cómo es posible que se mantenga un concepto de “Teología de la Familia” tan estancado, habiendo corrido tanto la múltiple realidad familiar, la biológica y no biológica? ¿La crisis de la clerecía católica –escasez de clérigos por múltiples causas, incluida degradación del “estatus social” del sacerdocio- será la vía providencial para un replanteamiento efectivo de las relaciones entre clérigos y laicos, dentro de la Religión católica? Las respuestas a esas preguntas y a otras, nucleares, requerirán tiempo, mucho tiempo. Habrá que esperar para ver, poco a poco, no ignorando las dificultades, los dolores y los traumas.
"Sexo y miedo"
Y qué interesante es la distinción de Benjamin Constant, fundador de la antropología religiosa, que hace en su obra maestra De la Religión considerada en sus fuentes, formas y desarrollo (Editorial Trotta, 2008), entre religiones sacerdotales, en las que los sacerdotes imponen un orden fijo, opuesto a su transformación y condenadas al inmovilismo, y las llamadas religiones no sacerdotales o libres, más abiertas al perfeccionamiento. Y qué actual es su conclusión (Libro XV): “El espíritu humano tiene una inclinación a la investigación y al examen. Si su deber más imperioso, si su mayor mérito era una credulidad implícita, ¿por qué el cielo lo habrá dotado de una facultad que no podría ejercer sin falta? ¿Por qué lo habría sometido a una necesidad que no podría satisfacerse, sin ser culpable? ¿Sería para exigir de él el sacrificio absoluto de esta facultad? (la superstición es la abnegación de la inteligencia y el fanatismo es la superstición que se hace ímpetu)”.
Han sido muy interesantes todos los discursos de los papas a los miembros del Tribunal de la Rota Romana con ocasión del Año Nuevo sobre el matrimonio; unos discursos que son continuidad y otros que son discontinuidad con matices; unos más claros (Juan Pablo II) y otros muy confusos (Benedicto XVI) –ambos papas no precisamente juristas- lo que resulta evidente.
Al papa Francisco, gran y novedoso predicador de la Divina Misericordia, le esperamos en la cita próxima ante los miembros de la Rota. Debería ser muy importante. En cualquier caso le escucharemos con las pilas muy cargadas y con la lupa colocada de observatorio.
FOTO: "Clérigo chiíta en una calle de Teheran, cerca del Gran Bazar".