Postal invernal

Una de estas últimas  noche de lluvia y viento, con un libro de trovadores griegos en las manos nos quedamos adormecido entre capiteles,  promontorios jónicos y unas estrofas igual a soplo de mujer seducida. Unas palabras de Pablo Liasidis, el que trenzara su obra en lengua chipriota, la isla de la perpetua bajamar,  nos susurran:

 

 “Roca era tu corazón en los comienzos, pero yo arremetí, /  y poco a poco lo quebré con el martillo de la esperanza, / y encontré suave arena de dicha y allí anclé, / y brotó el agua artesiana del amor”.

 

  Tal vez en alguna parte la existencia  comience a hacerse llaga y los ensueños, antaño sueltos, empiecen a deshacerse o tornarse olvido.

 

No es cierto que uno tenga anhelos excelsos  perennemente. La  vida desgasta, seca,  hiere de tal manera que todo en nuestro interior se vuelve una mixtura de magulladuras, un camino serpenteado de ramalazos donde antes existía un pozo de ilusiones.

 

A partir de ahí las noches se hacen largas, la fosforescencia parece esconderse, y sentimos el fresco de la tierra amoldando en los huesos, ahora mucho más quebradizos.

 

En la vereda en el que moro envuelto en días colmados  de hastíos y dobleces -  la barbarie de una ciudad deshumanizada - , el encanto bohemio que envolvía antaño a ese recodo de la ciudad, hoy  se ha vuelto  tumulto desagradable, imperando  el desencanto y los mercachifles que todo lo maltratan y lo mancillan.

 

  Hace añales, cuando me  hallaba lejos de estos vapores del trópico, en campos de la Soria desolada, más de una vez, a la orilla del padre río Duero, por el camino  a la ermita de San Saturio, entre aquellos olmos grises con iniciales y fechas de enamorados que cantó en versos limpios el bardo de la  Laguna Negra, me quedaba horas bajo los arcos de la concatedral, mientras contemplaba una torrencial lluvia como nunca he vuelto a ver jamás.

 

  Aquí no llueve así, acaso por no contener el cielo  tantos dolores como  aquellos otros  que, en profundos surcos,  están enterrados los monjes guerreros templarios, habiendo dejado antes querencias, honras y tierra labrantía.

 

Cuando el gran Eurípides, finalizando la tragedia  “Medea”,   pidió no derramar  lágrimas nuevas  sobre penas antiguas, destapando el frasco de agua de rosas, bálsamo que los pueblos árabes dan a los enfermos del alma.

 

 Retomo el manual de los poetas griegos, y allí  Takis Varvitsiotis venido de Salónica, canta entre angustias filosas y romero marchito:

 

 “El libro cerrado, el violín dolorido, / o un ángel roto que vela. / Donde estáis mis manos de niño, / me olvidasteis. Mas no puedo, / ojos ya no tengo para llorar. / La lluvia se limitó sólo al jardín.”

 

 Mirando tras las cortinillas de la ventana en  esta trocha cincelada a cal y canto entre las junturas de la piel,  presiento la cercana partida, mientras las pesadas  alforjas del alma  se van llenado de hálito, céfiro y olvido...

 



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