No es ningún secreto que no me gusta el juez Castro. Lo vengo manifestando reiteradamente en cuantas ocasiones he podido. No me gusta ni en su estilo ni en sus formas. Sus interrogatorios, como ya también dije, evidencian un lenguaje poco jurídico y contienen expresiones más propias de su etapa anterior que la de representante cualificado de un poder del Estado.
No me gusta el juez Castro ni tampoco me gustan los jueces que han hecho de sus apariciones en los medios de comunicación un estilo de vida y que han convertido los juzgados y sus aledaños en circos mediáticos.
El juez Castro debió imputar a la infanta Cristina en el mismo momento en el que aparecen los primeros indicios sobre el caso Nóos. No lo hizo y dictó una resolución negativa a tal decisión manifestando, incluso, que la imputación hubiera sido un estigma.
Cualquier ciudadano que se hubiera encontrado en las mismas circunstancias que la infanta Cristina en el referido momento procesal hubiera sido imputado sin ningún género de duda. Por tanto, no cabe apelar ahora al principio de igualdad como bandera cuando es el propio juez el que no lo tuvo en cuenta al no acordar la imputación de la infanta en los prolegómenos del caso Nóos.
En aquel momento, el juez fue presa del miedo escénico y no se atrevió a dar un paso de tanta trascendencia institucional. Lo intentó meses más tarde, al comprobar que gozaba del beneplácito de la masa, pero invocando las mismas causas por las que había desestimado la imputación inicial, y, lógicamente, tal decisión fracasó al no contar con el beneplácito de la Audiencia Provincial, que reprochó al juez falta de motivación.
A partir de ese momento, el juez emprende una carrera desenfrenada en pos de la imputación de la Infanta que no tiene precedentes en la historia judicial española.
Cualquier persona que sea sometida a una investigación tan exhaustiva como la de la infanta no se vería libre de ser imputada, incluido el propio juez Castro o cualquiera de los periodistas que lo jalean.
Como ya dijimos en ocasiones anteriores:
¿Qué ciudadano, qué periodista o qué juez no han mirado para otro lado al abonar el importe de la chapuza que el fontanero o el albañil les ha hecho en casa?
¿Qué ciudadano, qué periodista o qué juez, que además sean padres, no se han interesado por la suerte de su hijo opositor cerca de los miembros del tribunal que lo va a examinar?
¿Qué ciudadano, qué periodista o qué juez, a la hora de solicitar una licencia para construir o modificar su casa, incluye la totalidad de las obras a realizar y no trata de economizar relatando tan solo parte de la tarea a desarrollar?
¿Qué juez a lo largo de su vida profesional no se ha visto impelido, lo haya hecho o no, a dictar una sentencia de “amigo” sin perjuicio de terceros?
¿Qué juez no ha tenido dudas a la hora de declarar a la Hacienda Pública el importe de las clases impartidas como preparador?
¿Qué juez no se ha interesado por la pronta contratación para su juzgado de una plaza vacante?
¿Estaríamos en estos casos en presencia de ciudadanos, periodistas o, en su caso, jueces defraudadores, incursos en tráfico de influencias o prevaricadores?
Indudablemente, no. Estaríamos en presencia de personas normales, de ciudadanos, periodistas y jueces inmersos en el tráfico ordinario de la vida, con unos parámetros de actuación amoldados a los usos de la generalidad de la sociedad, padres y amigos, sin que por ello dejen de tener un altísimo sentido de la responsabilidad y que asumen su función dentro del más absoluto respeto a los deberes profesionales y a la ética.
Entre lo delictual y lo penalmente indiferente, por responder a conductas admitidas por los usos sociales, hay un amplio trecho en el que los ciudadanos, los periodistas y los jueces pueden desenvolver su vida sin que por ello deban temer reproche penal alguno.
El juez Castro, ahora jaleado por los medios de destrucción social masiva, se siente fuerte, se considera la mano armada de la venganza del pueblo, pero se olvida de que el pueblo no imparte justicia, sino que ajusticia, ahorca, lapida y guillotina.
Repito, cualquier ciudadano normal, en las mismas circunstancias iniciales de la infanta Cristina, hubiera sido imputado. El juez Castro no se atrevió. Si no lo hizo entonces, no parece justificado que se emprenda una cruzada contra la infanta de la que no saldría indemne ni el propio juez Castro.
En todo caso, la imputación, si sale adelante, solo implicaría para la infanta la obligación de declarar. Hay que tener en cuenta que en este caso solo la acusación popular ha pedido la imputación y la aplicación de la doctrina Botín, en base a la cual no puede abrirse juicio oral solo a instancias de la acusación popular, sino que es necesario que lo inste bien el Ministerio Fiscal, bien la acusación particular, impediría que la infanta se sentara en el banquillo de los acusados.
La ley del embudo, “para mí lo ancho, para ti lo agudo”, es tan perniciosa como el rigor cuando se administra en exceso: se convierte en rigor mortis.