Tiempos dolientes

Si bien no recordamos haber dejado de avizorar un libro  comenzando en la infancia feliz, es ahora cuando conscientemente nos vamos dando cuenta de la necesidad de ellos. Son el soporte de cada hendidura del espíritu indómito  y nos enseñan permanentemente los valores del ser humano; uno de ellos, quizás el más imperecedero, es  la libertad individual, nuestro libre albedrío. 

 

Boot  de Condillac, creador de la escuela sensualista, decía que  “el secreto del escritor está en saber comprender la armonía”, y  en ello se internan  los valores inconmensurables de cada hombre o mujer.

 

El ruso Tchinguiz Aitmatov lo demostró con creces.  Cuando el invierno era inclemente en las heladas  tierras de los kirguises, escribió un  texto llamado “Yamilia”, comparable con “El prado de Bezhin” o “Kasian, el de las tierras bellas”, refulgentes cuentos de Iván Turguéniev.

 

La historia es la lucha de un amor, una familia y unos sucos. También un poco de ganado y unas duras tareas agrícolas. Es decir, el camino de la difícil felicidad humana en los tiempos del Soviet.

 

En el mismo instante en que se alzó el Estado comunista - olvidando al hombre de sangre y huesos -, había comenzado el  desmoronamiento del país. Se regresaba a las luchas entre los boyardos, los mujik y los siervos, es decir, la autocracia de los menos sobre los más.

 

Desde ese entonces hasta hoy el problema es el mismo: los líderes del colectivismo creen tener la solución a los problemas cruciales del ser humano, mientras alrededor todo se hunde. Es decir, no saben de podredumbre y pena profunda y sola. Lo expresó la autora de  “Réquiem”, Anna Ajmátova: “Estaba entonces entre mi pueblo y con él compartía sus desgracias”.

 

He  releído  ese verso de sentimientos afines y pensados en la tierra en la que vivo y quiero aún en la distancia: Venezuela.  Mancillada ella, despedazada y con una profunda herida abierta en el costado de su viviente realidad, la ensoñación en un tiempo mejor  no se ha perdido.

 

El país caribeño se nos va en pedazos entre  las hendiduras del alma y la única expresión que pueda reflejar tanta angustia, es otra palabra poética, la de Miguel Hernández: “Y por doler, nos duele hasta el aliento”.

 

Sobre el sofá de la salita en la vereda de  Chacaíto en  Caracas,  hay dos libros que voy leyendo cuando regreso, “Viajes con Heródoto”, de Ryszard Kapuscinski, y una obra trágica, quejumbrosa, con sabor a dolor desmenuzado, escrita por Mo Yan, al que ya consideran “el Kafka chino”. Su título “Grandes pechos, amplias caderas”.

 

Lejos están los recodos de los senderos de la infancia; no importa, aquí,  en las tierras caribeñas del trópico,  igualmente se pueden sembrar manzanos, recoger trigo, girasoles, mangos,  fresas, lechosas, cerezas y, en medio de  esa riqueza asombrosa,  tener  un augurio de confianza.

 

 Con todas las sinrazones, angustias y fracasos, Venezuela sigue siendo un país para querer.


 



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