El paseo marítimo más famoso del mundo, El Malecón de La Habana, con más sabor a salitre que el Paseo de los Ingleses en Niza o el de Copacabana en Río de Janeiro, acaba de celebrar otro cumpleaños, y alguien que acudió a visitarlo con un manojo de gardenias, hojas de menta, limón verde y una botella de ron blanco de mojito, le preguntó:
- ¿Cómo te llamo: señor o compañero?
- Don Malecón, al tener en mis huesos de piedra y viento caribeño más tiempo de vida como señor que como compañero.
Este bulevar frente al Golfo de México, emblema de la ciudad habanera comenzó a construirse en 1901 y concluyó la primera etapa un año después, cambiando la fisonomía de la ciudad vieja que con sus siete kilómetros de largo, entre el río Almendares y el Puerto, ha sabido guardar arquitectura, anhelos y destemplanzas de unos de los pueblos más hospitalarios, alegres y bucólicos del Caribe.
¡Cuánta historia cubana bañada en ese larguísimo paseo germinado de pasiones humanas, unas convertidas en polvo huracanado y otras, en vientos de olvido!
La presencia colonial española aún se siente si se mira hacia San Carlos de la Cabaña o la Iglesia San Francisco de Paula en la vereda de los Desamparados. Era un mes de abril de 1893 cuando pisó El Malecón la Infanta Eulalia de España. Vino a salvar los cañones del Maine que ya no tendría salvación, cuando ella bajó de la goleta vestida con los tres colores de la bandera insurrecta. Hacia calor y la princesa rubia se cubrió de un traje de “mansouk” azul cielo con entredoses y puntillas blancas, cubriendo su cabello con una preciosa pamela rebosante de rosas rojas.
Lo cuenta Dulce María Loynaz – Premio Cervantes - en “Yo fui (feliz) en Cuba”, narrando aquellos días habaneros de la Infanta Eulalia. El Malecón no era sino una bahía de luz, rodeada de plazas, fortalezas, iglesias, conventos, y así, Fayad Jamis, en un poema trabajado como un amuleto contra la nostalgia del alma, expresó: “Si no existieras yo te inventaría, mi ciudad de La Habana”.
Después llegaron acorazados y portaaviones de la U.S. Navy y El Malecón se convirtió en un perpetuo carnaval: autos convertibles, mujeres de ébano moviendo la cintura delirante y gángsters mafiosos que cruzaban el paseo en gigantes “Oldsmobiles” de vidrios ahumados, contando los dólares de los casinos y los burdeles, mientras el Copacabana, el hotel Comodoro, el Nacional y el Hilton (hoy Habana Libre) eran catedrales mundanas saliendo de ellas la crisálidas de las actuales jineteras.
La llegada de los barbudos, la crisis de los misiles, el “periodo especial”, la soledad y el tedio, no cambiaron la esencia innata del entrañable Malecón, perpetuo nido de amor callejero.
La Habana, en nombre indígena Siboney, sigue siendo razón, prestancia y esencia bañada en salitre. Nicolás Guillén lo matizó en cuartilla color canela: “Amo los barcos y las tabernas / junto al mar, / donde la gente charla / bebe / solo por beber y canta. / Allá huele a pescado, / a mangle, a ron, a sal”.