Cuando era menos vivencial que ahora y sostenía ahogos interiores y frío cortante envuelto en papel de estraza, los cipreses representaban la figura tenebrosa del olvido ante las rejas de los cementerios o los muros conventuales.
Fue la época en que José María Gironella garrapateó un éxito literario con los destrozos de la siempre penúltima y cruenta contienda española, titulado “Los cipreses creen en Dios”. Después, apurando el brebaje de la posguerra civil, nos ofreció “Un millón de muertos”, cadáveres apiñados de aquellos españoles del “éxodo y el llanto” que llenaron los surcos de cruces, fosas, sollozos y, después, cuantioso olvido.
Antonio Machado - no podía ser otro vendaval- apuntaló cara al viento de secano uno de los poemas con más espinas y cardones: “Hay una España que nace / y otra España que alborea.
Era - bien lo sabía - la tierra de charanga y pandereta, “de espíritu burlón y el alma inquieta”, la misma que ha ido despreciado a todo lo largo de su iracunda historia a sus poetas y escritores.
Primero la cruz, después el arado, antes la espada. Jamás las letras.
En “Los intelectuales bonitos”, decía Amando de Miguel: “España no es que sea difícil: es que es inverosímil”. La misma barbarie derramada de la que 500 años antes hablara Antonio de Lebrija en su “Gramática castellana”, principio y soporte de la literatura hispana de ahora mismo.
Pudo haber sido largo el “introito” para contar un drama medio desvelado aún hoy.
En la iglesia catalana de Santa María de Arenys de Munt, el sacerdote que iba a comenzar la misa ante el cuerpo presente de José María Girionella, escuchó, en secreto de confesión, el contenido de una carta donde el autor, en una época lejana el más leído en España, narraba su cuitas miserables recubiertas de abandono y miseria.
Gironella había acudido a la cita inexorable del mal de la vida, la vejez, también a cuenta de privaciones y hasta hambre. Se volvían a desvelar las notas rayadas y repetidas de los escritores reconocidos que no tienen donde caerse de muertos.
A Girionella le sucedió lo que al solitario ciprés de Silos de Gerardo Diego - “Enhiesto surtidor de sombra y sueño…” - muriendo entre precarias penurias económicas, abandonado y en soledad, igual a tantos creadores literarios cuyo principal oficio – tras sus letras errabundas - es derramar desdichas sobre los renglones de su efervescente escritura.
Le habían alcanzado los cuernos empitonados de la vida, en esta tierra carpetovetónica con toros de piedras sangrantes, sin pan ni agua que llevarse a la boca.
Estos días navideños volvimos a leer “Los cipreses creen en Dios”. Y como la puñetera vida es tan olvidadiza, topezamos con nuestra juventud lejana vista al trasluz de una palmatoria ambarina.