Poseo recuerdos erráticos de los hoteles donde he ido macerando una parte de mi iracunda supervivencia interior. En uno de ellos, el Luzana – ¡ay, emotivas evocaciones!, ha cerrado hace unos meses - , levantado en una corta y apacible calle de Avilés con el sonoro y dulzón nombre de La Fruta, viví un año.
En ese tiempo inmemorial, rellené cuartillas en el pequeño periódico provinciano de la villa, seis hojas en las que cada día se narraban los hechos de una reposada población, en la que nunca sucedían acontecimientos manifiestos, meramente languidecidos murmullos envueltos en miradas furtivas y lascivas.
En noches de niebla proveniente de la ría, húmedas, colosalmente silenciosas, el albergue se convertía en una concavidad íntima, momento propicio de aprensiones y melancolía de un joven asustadizo. Eso me obligó a escribir algunos cortos relatos, ficciones que con los años se hicieron callos en la piel.
Narrar ficciones es un arte; escribirlas, igualmente. Marguerite Yourcenar ha sido autora de relatos cortos, algunos superiores a la mayoría de sus novelas. En “Cuentos Orientales”, libro releído en innumerables ocasiones, consigue elevar la escritura a una cúspide inalcanzable a la mayoría de los demás mortales.
Nadie, con menos palabras, ha podido decir tanto. En esa obra las letras son músicas, y la forma de dibujar a cada personaje es la misma usada por los grandes maestros de la pintura: pinceladas precisas, directas, en que el color se hace pasión y cada sentimiento, si uno lo toca, vibra, quema, produce heridas.
Yourcenar nos lleva en un recorrido místico por pueblos y ciudades; de China a Grecia, de los Balcanes al Japón. En cada lugar nos invita a penetrar en palacios, visitar mercados, bajar a oscuras cuevas, observar una rapacería, una chica de mirada asustadiza, el andar de un ciego, la sonrisa de un niño, el beso de la amada o la flaccidez de la muerte.
Un relato, “Cómo se salvó Wang-Fó”, es la historia de un octogenario pintor que va plasmando sobre seda o papel de arroz el correr de una existencia sin aparente sentido, y cuya vida, hasta su propia muerte, han sido construidas a partir del supremo acto de crear partiendo de una blanca cuartilla.
En “Kali decapitada” o “Nuestra Señora de las Golondrinas”, la escritura se vuelve pureza, esencia, matices, creación más allá de todo contorno, y es que la autora de “Memorias de Adriano”, con sencillez pasmosa, toma un pequeño puñado de palabras, y teniendo como única ayuda la percepción observada, realiza un acto de elevada universalidad erudita.
Y regresando al principio de estas letras, todo hotel guarda en sus aposentos ficciones de fogosidad y amor, una existencia idealizada surgiendo a nuestro encuentro. En ellos, escribir es amortajar un poco, o quizás mucho, el espíritu humeante deseoso de aflorar.