El año 2014 que llega – imprimirá la idéntica crisis en el ensombrecido panorama que padecemos - será la continuación de una marabunta política y social que tan nefasto resultado ha ido dando en cada uno de los sectores económicos a partir del siglo XXI.
No hace falta ir más adelante, con esta década atiborrada de padecimientos, es suficiente el colapso acrecentando proporcionalmente.
Se van a cumplir 24 años y parece que fue ayer. “No hay nada hecho por la mano del hombre que tarde o temprano el tiempo no destruya”, dijo Cicerón.
El Muro de Berlín ya no existe. La ciudad cometió un desliz: debería haber conservado ese armatoste de hierro y cemento como referencia a un pasado aterrador. Lo que no se ve, se diluye en la memoria.
Había una algarabía jovial en Berlín que merece ser recordada siempre: la “Love Parade” o festival del amor, comenzada tras el derribo del murallón divisorio entre las dos alemanias, con sus muertes a cuestas. Empezó siendo un desfile de doscientos muchachos semidesnudos en la avenida de Kurfürstendamm.
La canción de “Lili Marlen” en la voz de Marlene Dietrich, los jóvenes del multicolor desfile no la sabían, y aún así la entonan a recuento de un amor efervescente marchito de la posguerra.
Yo busqué la muerte, casi la encontré
nunca me escribiste, nunca te escribí
pero maté pensando en ti
jamás lloré, jamás reí
por ti Lili Marlene
por ti Lili Marlene
En esa urbe antiquísima levantada en una llanura inmensa – se escucha el silbido de la estepa - cada germánico o europeo puede escarbar en sus propias nostalgias.
“El Berlín de Bismarck o de Hitler, el Berlín donde ondea la bandera roja o el Berlín donde resuenan las notas del Ángel Azul, el Berlín de Gropius o el de Gras”, nos iba tarareando con una musiquilla marcial, el guía que nos llevaba, casi en volandas,
La resistencia de sus habitantes está marcada por la historia reciente, y esa es la causa de que los edificios vanguardistas y modernos, el cine, los teatros y la puerta de Brandeburgo, punto álgido donde comienzan el Oriente y el Occidente, sean el encanto de una metrópoli de matices decadentes cuya razón de ser es perpetuar el libre albedrío en su más amplia acepción. Si se olvida, Bertolt Brecht vendrá y nos lo recordará en alguna de sus baladas.
El 9 de noviembre de 1989, hacia las 11 y 15 minutos de la noche, centenares de personas, la mayoría muchachos, acuden a los pasos fronterizos divisorios, y en tropel, cual si fueran una migración de aves en busca del calor del sur, avanzan a la parte oriental y rompen a tramos el muro.
Esa madrugada Europa central respiró el humanismo germinado en los cafés de Viena, Praga, Paris o Estocolmo envuelto en bocanadas de brisa idealista.
En la primera “Parade” se expandieron afectos, abrazos efusivos, gritos a la vida, y un desprecio gutural al pasado reciente que dejó 50 millones de muertos en los campos del trigo, el gorrión de casero vuelo, la perdiz alicorta, los pinos negros y unos ríos que en lugar de agua, bajaban cubiertos en sangre.
El filme “La vida es bella”, película escrita, dirigida y protagonizada por el italiano Roberto Benigni, nos recuerda que la existencia humana es hermosa aún entre los cascajos de los muros.