He revisado la película “El pianista” de Roman Polanski a sabiendas de que en la Europa individualista de ahora mismo se vuelve a tener miedo. En el continente crece el odio hacia los otros. Nada se aprendió de la historia reciente. El racismo y antisemitismo vuelven a surgir, o tal vez jamás desaparecieron.
Si regresamos de manera constante al mismo tema, es debido al peligro que representa la creciente xenofobia. Olvidarlo es un peligro latente.
Aquel tiempo no tan lejano recrudeció el embarazo moral de la mitad de naciones occidentales. Unas a cuenta de un deseo explícito, otras a razón de la vil indiferencia y actitudes cobardes. Había miedo esparcido en los campos hirientes de la espeluznante primera guerra, anuncio pavoroso de la otra confrontación que llegaría tres décadas más tarde.
A pesar de esas masacres, y habiendo desfilado en volandas las quimeras esperanzadoras, la centuria pasada acuñó con el fascismo y el nacionalsocialismo un horror inconcebible, cuya estela no se ha borrado aún. Estamos hechos de mala levadura. Europa sigue oliendo a olor sangre fermentada.
Se puede pensar en Lautréamont, Nietzsche, Mayakovski, Nazim Hikmet o Curzio Malaparte. Afloraban en ellos retratos trágicos reflejo de sus querencias inflamadas hacia la raza de los hombres; sin embargo ha sido necesario el totalitarismo político para encontrar creadores protervos escribiendo con el corazón atiborrado de hiel.
Céline destacó en esa bruma incendiaria. El autor de “Viaje al fin de la noche” hizo hueras las palabras de Sartre: “Nadie puede suponer por un solo instante que sea posible escribir una buena novela elogiando el antisemitismo”. Louis-Ferdinand demostró lo contrario.
En “Sinfonía para una masacre” y “Escuela de cadáveres”, reafirmó que la derrota y desgracia francesa frente a los nazis, fue resultado de “las intrigas judías, la reconocida asquerosidad de las influencias judías y sus complots en las altas esferas”, en frase de George Steiner.
En su escritura escatológica, Céline describe a los talmúdicos como piojos en el cuerpo de la civilización occidental. Los acusa de ser un aborto, una inteligencia estéril y avara:
“El judío debe ser castrado o aislado radicalmente del resto de la humanidad. Su influencia se halla en todas partes, pero muchos gentiles son incapaces de detectar el hedor del gas de los pantanos. Es preciso entonces que lleve un emblema claramente visible de su condición subhumana”.
“Sinfonía de una masacre” fue uno de los pretextos del extermino en 1943 de millones de inocentes. El noventa por ciento llevaba cosida a sus harapos la estrella de David.
Nada parece haber cambiado; el hebreo, igual a otros pueblos, sigue siendo culpable de un delito apocalíptico: haber nacido y anhelar vivir en el recuerdo de su propia tradición.
El día que, viendo a un ser humano repelido, exclamemos: “ese soy yo”, comenzaremos a ser la raza de los valores imperecederos.