Viaje a los farallones

Comienza el gélido invierno y nos hallamos  haciendo parada en la ciudad  de Roma. Hablar de ella  es narrar la historia de una civilización de arcanos y aspavientos atiborrados de grandeza. Otro día,  si tercia, lo haremos.

 

Vamos camino del Golfo de   Nápoles pretendiendo amainar, en la isla de  Capri y las costas de Sorrento,  un desaliento rasgueando el espíritu.

 

Y aquí nos hallamos, sobre un  islote calcáreo en el que lo sublime no es extraordinario sino parte de una ensoñación  emotiva.

 

 Las callejuelas de Anacapri serían suficiente consuelo para  motivar   el viaje, y aún así la “isola”, entre Cabo Miseno y Amalfi, es un mosaico donde las flores, el lacerante graznido de las gaviotas, las abruptas escolleras de profundos acantilados y el blanco de las casas,  nos harían creer, sin un ápice de duda,  estar en el vergel  siempre anhelado.

 

Despacio, sin prisa, como en otras ocasiones y en solicitud  de los cánones de la antigua Apragopolis, subimos a  pie de Marina Grande -  teniendo como guardián de fondo, al  Monte Solaro -  a “La Piazzeta” o Plaza de Umberto I, en Capri ciudad.

 

Algunos viajeros toman el teleférico construido en 1907, que llega   en apenas cinco minutos;  nosotros deseamos sentir  la brisa del mar, el olor penetrante de los pinos negros y los hermosos recodos del empinado camino que nos ofreció en la lejanía  el  imperecedero y trágico monte Vesubio.

 

 “La Piazzeta” es el lugar mundano de la isla. El viajero, a la caída de la tarde, cuando el cielo se cubre de todos los matices  posibles,  ocupa una de las mesas del Gran Caffé Vuotto,  contemplando la existencia  cotidiana y sus sabores. Hace lo de todo el mundo en la isla: mirar y ver.

 

Paulatinamente comienzan a  ser días navideños  de vacaciones, y Capri es ya un hervidero cosmopolita de gente venida de todas  partes del mundo.

 

Uno recomendaría a quien visitara el promontorio con la pasión del turista curioso, el paseo obligado  a los jardines de Augusto, a poca distancia  de la Cartuja de San Giacomo; la ruta Krupp, que sube con impresionantes recodos excavados en la roca; la vía de Tragara, si es posible al atardecer, cuando la luz es más sugestiva; los farallones, majestuosos, teniendo de fondo la península sorrentina; la “Cueva Azul” y los baños de Tiberio, y si tercia – ahora se halla cerrada -  la casa de Curzio Malaparte, autor de obras literarias tan pavorosas  como “Madre Marchita” y “Kaputt”.

 

La morada es  triste, rígida y severa.  Representa la imagen  de un barco a punto de ir al encuentro del mar Tirreno en Punta Massullo. Su estructura, cruda,  transmite  la escritura desgarrada  del escritor toscano.


Senda  obligada es subir a villa   San Michele, la  morada de Axel Munthe, levantada entre riscos y apriscos. En ella, el autor sueco de  “Historia de San Michele”, médico y filántropo, dejó jirones  de sus  recónditas dudas interiores, y en nosotros emociones sembradas en la mirada. 



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