¿Hasta dónde van a llegar? ¿Se atreverán a salir al balcón de la Plaza San Jaume otra vez? ¿Convocarán una consulta pese a que se prohíba? Y el Gobierno y otras fuerzas, ¿se atreverán a suspender, en ese caso, la autonomía catalana? ¿Llevarán a los tribunales a dirigentes catalanes por haber cometido un delito? Pues no lo sé, e ignoro si ellos lo saben o lo tienen decidido en este momento. Lo que tengo por seguro es que, a partir de ahora, se inicia un largo viaje de pleitos y contrapleitos en los tribunales. Y al final…
De momento, a lo que los invito es a que escuchen las palabras. Como siempre les digo a mis alumnos, las palabras nos desvelan: las que pronunciamos, las que callamos, incluso aquellas que decimos para mentir; oídos con atención somos una urna transparente. Pues bien, si ustedes escuchan a los convocantes del acto indagatorio del 9 de noviembre de 2014 (ERC, CiU, ICV y otros), se darán cuenta de que lo que dicen siempre es que van a convocar «una consulta», y que evitan cuidadosísimamente la palabra «referéndum». En uno de los muchos ejemplos de esa actitud, la portavoz adjunta del grupo parlamentario de ERC, Anna Simó, durante una entrevista con Carlos Alsina en Onda Cero, el día 14 del mes en curso, cada vez que este hablaba de «referéndum» ella respondía utilizando «consulta». Es más, en un momento determinado ella replica: «No es un referéndum, es una consulta, ya nos hubiese gustado que fuese un referéndum, un referéndum implica negociarlo con el Estado, que sería para nosotros la mejor opción».
Detrás de esta preferencia se encuentra la sentencia del Tribunal Constitucional del 28/06/2010, que es la que ha abierto para los independentistas y compañeros de viaje (¡Ah, manes de la III Internacional!) esa vía de «la consulta». Veamos cómo. La redacción inicial del artículo 122 del estatuto zapaterino-masino-socialistino salió de la siguiente manera del Parlament: «Corresponde a la Generalidad la competencia exclusiva para el establecimiento del régimen jurídico, las modalidades, el procedimiento, la realización y la convocatoria por la propia Generalidad o por los entes locales en el ámbito de sus competencias de encuestas, audiencias públicas, foros de participación y cualquier otro instrumento de consulta popular». La intención manifiesta de al menos algunos de quienes suscribieron el texto era la de colar por esa vía la posibilidad de un referéndum sobre las relaciones de Cataluña con el resto de España (incluida una consulta de independencia). Como ello se sabía, el Congreso de los Diputados, cuya comisión Constitucional presidía el feroche Alfonso Guerra, que lo mismo come niños crudos que cepilla inconstitucionalidades estatutarias y que se cubrió de ridículo durante la tramitación del Estatut, añadió: «con excepción de lo previsto en el artículo 149.1.32 de la Constitución».
Como se sabe, el Partido Popular recurrió el estatuto catalán por entender inconstitucionales varios de sus artículos. Pues bien, en lo tocante al citado 122, el de las consultas populares, el TC lo declaró válido con respecto a las «consultas populares»: «En consecuencia, el art. 122 EAC no es inconstitucional interpretado en el sentido de que la excepción en él contemplada se extiende a la institución del referéndum en su integridad, y no sólo a la autorización estatal de su convocatoria, y así se dispondrá en el fallo». Porque los sabios del Constitucional, capaces de cuantificar cuántos ángeles, ángelas y angelarrobos caben en la cabeza de un alfiler, pero un poco angélicos ellos en cuanto al mundo real, entendieron que bajo el título de consultas populares, podían incluirse cosas perfectamente lícitas como «encuestas, audiencias públicas y foros de participación». ¡Como si a alguien le interesase organizar un parareferéndum sobre ello!
He ahí a dónde se agarran los independentistas y compañeros de viaje para llevar adelante su «consulta» (en ningún caso su «referéndum»), que si es cierto que no tendría carácter vinculante y legislativo, sería, sin embargo, un formidable instrumento de presión, de ser sus resultados positivos para los convocantes.
Cuando a los pocos meses de ser elegido senador, en 1977, dimitió de su escaño Wenceslao Roces, lo sustituyó, mediante elección y presentado por el PSOE, mi amigo y buen escritor, después ministro de Exteriores, Fernando Morán López. Pues bien, procedente del PSP, partido enormemente crítico con el PSOE, Fernando Morán fue recibido por Alfonso Guerra antes de comenzar el proceso electoral. Guerra enseñó a Morán un extenso dossier y le dijo «Esto es todo lo que has dicho en contra del PSOE. Ahora, sin contradecirte, arréglate para decir exactamente lo contrario». Pues bien, en alguna medida, el TC deberá ahora subsanar su alegre suponer de que bajo la forma de «consulta popular» podía alguien pretender averiguar el color preferido de los catalanes para pintar la pared oeste de las masías.
Añádase a todo ello que no existe en el Estado ningún texto de legislación primaria que diga lo que es un «referéndum», para saberlo hay que acudir al saber experiencial, a los diccionarios o a la historia. Porque ni los artículos que contienen la palabra en la Constitución Española ni la chapucera «Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, sobre regulación de las distintas modalidades de referéndum» —que se hizo para arreglar aquella irregularidad chambona que fue el estatuto andaluz— nos dicen qué diablos es el concepto que la palabra encierra. Es cierto que el Tribunal Constitucional ha hecho una definición del mismo, de una forma tangencial, en la sentencia que, sobre una pretensión semejante del Gobierno vasco y Juan José Ibarretxe, emitió en 2008.
Pero, hasta que el TC vuelva a reiterar su doctrina sobre lo que es un referéndum, el Parlamento Catalán elaborará una Ley de Consultas en donde, bajo la idea de esa oposición entre «consulta» y «referéndum», trate de sortear todos los obstáculos conocidos y poner todas las salvaguardas posibles. Y, a partir de ahí, una larga cadena de pleitos y recursos, en que, ante todo, irán haciendo progresar la idea de que se impide la libre expresión de la voluntad popular catalana y de que se niegan las competencias que el propio Tribunal Constitucional permitió tras sucesivos y agraviadores recortes competenciales.