La jueza Alaya ha pasado a engrosar la lista de esa clase de jueces que, bendecidos por la suerte de haberles correspondido en suerte un asunto mediático, han saltado a los medios y se han acostumbrado a vivir instalados en la fama.
Son jueces a los que el Presidente del Tribunal Supremo calificó de humildes, a los que seguramente nunca conoceríamos por sus aportaciones al mundo del derecho.
Se trata de jueces normales y corrientes que ejercen su función como mejor pueden pero que presentan carencias muy serias que se acentúan cuando el asunto tiene repercusión pública.
Dicen que es una juez valiente. No hace falta mucho valor cuando uno está convencido de que está cumpliendo con su deber, sean cuales fueren los sujetos pasivos de sus actuaciones.
Ahora bien, cumplir con el deber no es solo enfrentarse a los poderosos cuando a ello hubiere lugar. Eso, hasta tiene su morbo. Cumplir con el deber es ser respetuoso con los procedimientos, con las exigencias del Estado de derecho, con el principio de legalidad.
Un auto puede ser anulado por múltiples razones, tanto de fondo como de forma. Pero que lo anulen por infringir el principio de tutela judicial efectiva, proclamado por el artículo 24.1 de la Constitución, “al no contener la mínima motivación exigible para que su destinatario sepa de qué debe defenderse”, es la carencia más grave que se puede predicar de un juez.
Es como si un cirujano incumpliera la “lex artis” o a un arquitecto se le cayera una casa.
Ocurre, sin embargo, que el cirujano y el arquitecto incurrirían en responsabilidad, y el juez, so pretexto de su independencia, queda incólume.
En todas aquellas resoluciones judiciales que no sean de mero impulso o de trámite -y un auto de imputación, obviamente, no lo es- el juez debe justificar expresamente su decisión y, si no lo hace, debería incurrir en responsabilidades disciplinarias.
Los jueces están obligados a ser promotores de la confianza colectiva, y sus autos deben transmitir una sensación de transparencia decisional, deben evidenciar el modo en que los jueces desarrollan sus deberes profesionales. Ni siquiera una motivación puramente aséptica sirve, porque evidencia una invisibilidad de los resultados probatorios y patentiza un juez autoritario que ejerce el poder de forma oculta.
Precisamente la imparcialidad exige motivación; por ello, el juez debe esclarecer críticamente ante sí mismo el contenido de sus propios actos.
El juez debe ser la boca que pronuncia la ley en condiciones sociales e ideológicas neutras.
El juez debe tener siempre presente que se juzgan los hechos, no la personalidad de su autor.
El juez del iluminismo jurídico, como decía Iacoviello, habita un planeta deshabitado.