“Su paso por la cárcel fue crucial”

Durante 27 años, solo conocí a Nelson Mandela por su reputación. Le había visto una vez, a principios de la década de 1950, cuando vino a mi escuela de formación del profesorado para actuar como jurado en un concurso de debate. La siguiente vez que lo vi fue en 1990.

Cuando salió de la cárcel, muchos temían que se hubiese convertido en un ídolo con pies de barro. La idea de que podría hacer honor a su reputación parecía demasiado buena para ser cierta. Corría el rumor de que en el Congreso Nacional Africano (CNA) algunos decían que era mucho más útil en la cárcel que fuera.

Cuando salió, se produjo el más extraordinario de los hechos. Aun cuando muchos miembros de la comunidad blanca de Sudáfrica seguían tachándolo de terrorista, él intentó entender su postura. Sus gestos resultaban más elocuentes que las palabras. Por ejemplo, invitó a su carcelero blanco como vip a su investidura como presidente e invitó a comer al fiscal del proceso de Rivonia.


Desmond Tutu (izquierda), y Nelson Mandela, en un acto en Soweto, en 1994. / DAVID BRAUCHLI (ASSOCIATED PRESS)

Estos fueron actos de una magnanimidad increíble. El fiscal había puesto un gran empeño en conseguir la pena de muerte. Mandela también invitó a las viudas de los dirigentes políticos afrikáneres a la residencia presidencial. Betsie Verwoerd, cuyo marido, H.F. Verwoerd, fue asesinado en 1966, no pudo asistir porque no se encontraba bien. Vivía en Oranje, donde única y exclusivamente los afrikáneres se congregaban para vivir. Y Mandela lo dejó todo y se fue a tomar el té con ella, allí, a aquel lugar.

Poseía una empatía increíble. Durante las negociaciones que condujeron a las primeras elecciones libres, las concesiones que estuvo dispuesto a hacer fueron asombrosas. El jefe Buthelezi quería esto y lo otro, y a cada petición concreta Madiba respondía: sí, está bien. Le molestaba que en el CNA muchos afirmasen que Inkatha no era un movimiento de liberación genuino. Incluso dijo que estaba dispuesto a prometerle a Buthelezi un puesto de alto nivel en el Gobierno, cosa que no había debatido con sus compañeros. Lo hizo para asegurarse de que el país no se sumiese en un baño de sangre.

De los afrikáneres afirmó: se puede entender fácilmente cómo deben de sentirse. Se acercó a ellos utilizando el símbolo del rugby sudafricano, la gacela, que era vilipendiado por muchos negros por considerarlo el símbolo del poder afrikáner.

El rugby era el deporte de los blancos, especialmente de los afrikáneres, y el golpe maestro de Mandela en la final de la Copa del Mundo consistió en entrar con aire resuelto en el campo llevando la camiseta con la gacela. Casi cualquier otro dirigente político habría parecido torpe, pero él supo llevarla con aplomo. El estadio entero, que probablemente era blanco en un 99%, y en su mayoría afrikáner, estalló en gritos de "¡Nelson!, ¡Nelson!". Fue extraordinario. ¿Y quién habría imaginado que en los distritos segregados celebrarían una victoria en el rugby?

Naturalmente, llegué a verlo enfadado. Tras la masacre de Boipatong, en 1992, en la que murieron 42 personas, el CNA se retiró de las negociaciones y él estaba bastante furioso. Afirmó que los servicios secretos habían advertido a F.W. De Klerk de que algo malo iba a pasar, de que las fuerzas de seguridad estaban en connivencia con Inkatha. Yo no sé si De Klerk hizo caso omiso de esa advertencia. Madiba afirmó que estaba claro que las vidas negras no significaban nada.

En otra ocasión, me dijo que cuando él y De Klerk estaban en la ceremonia de entrega del Nobel de la Paz en Oslo, algo le había molestado mucho. Había un grupo cantando Nkosi Sikelel' iAfrika, considerado el himno de la lucha por la liberación, y De Klerk y su esposa hablaron mientras el grupo cantaba; no mostraron respeto.

Pero su enfado nunca se impuso a su paciencia o a su capacidad de perdonar. La gente dice: miren lo que ha logrado durante sus años de gobierno; qué desperdicio fueron esos 27 años en la cárcel. Yo sostengo que el tiempo que pasó en la cárcel fue necesario porque, cuando lo encarcelaron, estaba enfadado. Era relativamente joven y había sufrido una injusticia; no era un hombre de Estado, dispuesto a perdonar: era el comandante en jefe del brazo armado del partido, que estaba muy dispuesto a usar la violencia.

Ese tiempo en la cárcel fue absolutamente crucial. Claro está que el sufrimiento amarga a algunas personas, pero ennoblece a otras. La cárcel se convirtió en un crisol en el que se quemó y eliminó la escoria. La gente nunca pudo decirle: "Lo que usted dice sobre el perdón es pura palabrería. Usted no ha sufrido. ¿Qué sabrá usted?". Esos 27 años le invistieron de autoridad para poder decirnos que intentásemos perdonar.

Uno de los mayores traumas de su vida fue lo que sucedió entre él y Winnie. La quería de verdad. Poco después de que saliera de la cárcel, los invité a una comida xhosa. Y sentados ahí juntos, parecía imposible imaginar que hubiera dos personas más enamoradas. La herida era profunda. Es maravilloso que encontrase a Graça. Pero uno siente cierta tristeza, porque Winnie tuvo que pasar por muchas cosas, y habría sido un final perfecto para ese cuento de hadas que hubiesen sido felices por siempre jamás.

El homenaje más adecuado para Nelson Mandela es convertir en un éxito aquello que él ayudó a instaurar. Él dejó claro que, en última instancia, nadie es indispensable. Era muy dado a recalcar que él era un miembro leal del CNA y que nadie estaba por encima del movimiento. Pero, por supuesto, nosotros lo sabemos bien.

Cualquiera, en cualquier lugar del mundo, que se convierte en un líder sabe que esta es la referencia. Y debe preguntarse a sí mismo cómo estar a la altura.

Desmond Tutu es arzobispo (anglicano) emérito de Ciudad del Cabo y activista de los derechos humanos.

© Guardian News and Media, 2013.

Traducción de News Clips.



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