Mañana, 6 de diciembre, se celebra el Día de la Constitución Española. Es un día de homenajes institucionales, tanto a nivel estatal como en algunas autonomías, en el que tradicionalmente se recuerda a los que han pasado a nuestra reciente historia como “padres de la Constitución”.
Si prescindimos del lenguaje políticamente correcto, tendríamos que decir que hay poco que celebrar y menos aún hay poco que homenajear a los “padres de la Constitución”.
Ciertamente, el proceso constituyente fue difícil y requirió afinar muchas y muy distintas sensibilidades, pero se hizo a costa de una entrega total, de un consenso que consistió en dar todo lo que se pedía y, además, en temas que encerraban auténticas bombas de relojería que nos vienen estallando desde hace años.
A mi juicio, sobran los homenajes.
La redacción de la Constitución es manifiestamente mejorable, de alfa a omega, del artículo 1 al 169, y especialmente sus disposiciones adicionales y transitorias.
Es mejorable en aspectos técnicos. A título de ejemplo, el Título I, que se denomina “De los derechos y deberes fundamentales”, alberga diferentes preceptos constitucionales no referidos todos a los derechos fundamentales. Su organización es muy desafortunada, y el deseo del constituyente de hacer una amplia proclamación de derechos pudo más que el rigor jurídico. En él se cobijan, junto a los derechos fundamentales propiamente dichos, los derechos a secas, que no son más que principios rectores de la política social y económica. Todo ello ha requerido un esfuerzo doctrinal riguroso y continuado para saber de qué estamos hablando en cada caso y con qué alcance.
Falta de rigor en la técnica legislativa, le podríamos reprochar, pero el problema no se reduce al Título I.
Las carencias de la Constitución son palmarias, y la doctrina se ha encargado de ponerlas de manifiesto. Mención especial merece el Título VIII, referido a la organización territorial del Estado, que ha creado unas comunidades autónomas con unos procesos de asunción de competencias abiertos, que se han ido cocinando a gusto del consumidor con el beneplácito de un Tribunal Constitucional más político que jurídico.
Pero quizá el mayor error del constituyente fue revivir un problema que estaba resuelto y aceptado pacíficamente por las partes interesadas. Me refiero a la incorporación de una disposición adicional primera de amparo y respeto a los derechos históricos de los territorios forales, cuya actualización redirecciona a los estatutos de autonomía, que fue y es el germen de parte de los problemas que ahora nos acucian. Las comunidades autónomas afectadas retrotrajeron su estatus foral a la situación creada como consecuencia de la Reconquista y así nos luce el pelo (permítaseme esta licencia literaria).
Actores del proceso democrático que aún siguen en activo reconocen ahora que “Los nacionalistas dijeron en 1978 que tenían suficiente. Fuimos ingenuos” (Alfonso Guerra); o son presos de sus palabras de entonces: “La Constitución Española pone punto final a viejas querellas internas” (Miguel Roca).
Este último, el propio Miguel Roca, reconoce que hubo una redacción voluntariamente ambigua para hacer un texto flexible y que la Constitución recogía términos políticos para que luego pudieran ser matizados jurídicamente.
La situación actual de España, con procesos separatistas en marcha y otros en ciernes, trayendo todos ellos causa del propio proceso autonómico que ponen en cuestión no solo “la indisoluble unidad de la nación española”, sino el principio de solidaridad entre las nacionalidades y regiones que la integran, no creemos que sea el mejor caldo de cultivo para seguir homenajeando a los padres de la Constitución, que quizá por ingenuidad, quizá por carencias jurídico-técnicas, quizá por falta de previsión, quizá por un afán desmedido de obtener un consenso a costa de lo que fuera, han sembrado la semilla de la discordia que ahora florece como en una primavera eterna.