En el itinerario que recorro diariamente desde mi domicilio al trabajo (siempre el mismo y a la misma hora: 6:40 h) encuentro cinco cajeros ubicados en la zona vestibular de otras tantas entidades financieras y bancarias.
Nada llamativo ni noticiable si no fuera porque tales espacios -al amparo de la intemperie- sirven de cobijo a otros tantos seres humanos que los utilizan como lugar de pernocta habitual para resguardarse de las inclemencias del tiempo.
El aspecto de estos seres humanos es de una normalidad absoluta: se pueden confundir horas más tarde con el resto de los ciudadanos sin llamar la atención. No responden a los patrones al uso de los vagabundos o de los atrapados por la drogadicción en cualquiera de sus modalidades. Son personas normales como usted o como yo, que han sido devorados por la crisis y, de la noche a la mañana, se encuentran sin hogar, sin recursos y en la calle.
Para cualquier persona que tenga corazón y sentimientos, la situación es muy dolorosa y lo es más en estas fechas próximas a la Navidad, de ambiente familiar y consumo desmedido.
Una sociedad que no es capaz de prestar ayuda a aquellos de sus miembros que por circunstancias de las que no son culpables sino víctimas, que no es capaz de arbitrar los mecanismos necesarios para impedir que los más desfavorecidos de sus miembros no pasen frío ni hambre es una sociedad con una gran asignatura pendiente: solidaridad.
La elección de los cajeros automáticos como lugar de pernocta de los más desfavorecidos se convierte, así, en todo un símbolo, en un mensaje, en una afrenta silenciosa al sistema: si quieres disponer de tu dinero, huele la humanidad que ignoras.