El hebraico Amos Oz es el autor de una obra literaria con un arraigo hondamente personal.
Comprometido con el proceso de paz de Oriente Próximo, es la voz de muchas otras en esos roquedales de zozobra y desaliento.riente Oo
En “Una historia de amor y oscuridad”, Oz está a la altura de Shmuel Yasef Agnon o Isaac Bashevis Singer, escritores de mi complacencia.
Cuando un pueblo asume una Alianza con Dios e inquebrantablemente va al encuentro de la Tierra Prometida, aún estando dentro de ella como las piedras desparramados del antiguo templo, la realidad asume ribetes de odisea, proeza homérica y angustiosa. Quizás también una dolencia ceñida a la piel.
Las páginas autobiográficas de este “Mago de Oz”, invitan a mirar la esencia de una familia mientras se escuchan voces tan cerca de nosotros como si respiraran a nuestro lado, y así se le escucha decir a la abuela al trasluz de la ventana:
“Si ya no te quedan más lágrimas, no llores. Ríe”.
Analizando esa literatura, nos acordamos de algunas escenas de nuestra propia niñez. Veo el mantel de cuadros verdes y azules sobre el suelo, el flan requemado, la ensalada repleta de color. Contemplo a madre. Hablo, llorisqueo o le quiero quitar un caballo de cartón a mi hermano pequeño.
Igual hace Amos Oz, con la diferencia de poner en ello un afán perdurable con la única pretensión de que el olvido no forme nido en la trastienda del alma.
Las piedras en Israel son tiempo congelado. Uno intenta siembra una simiente y, al escarbar los surcos, tropieza con capiteles, perfiles romanos, ánforas griegas, espadas de cruzados, monolitos inmensos, jarras con nombres y fechas. Hay más ruinas que tierra, y los frutos en los árboles poseen sabor a sándalo, incienso, humo de hierba, olores paganos, canela y mirra quemada a los pies del Arca de la Alianza.
Tal vez esta sea la razón primogénita de que cada día – siempre al atardecer y en cualquier parte del planeta - el judío redima el predio de sus mayores, al saber que las zanjas de sus historias incontables son el yugo primario entre él y Yahvé.
Termino la corta cuartilla y la luz atardecida ha menguado. Estoy solo.
Pienso, mirando el mar Mediterráneo en esta plenitud del Levante valenciano en la que ahora moran los postreros alientos de la vida hermosa, que si cruzara esas aguas tocaría con las manos los acres acantilados de Cesaria y un poco más allá, sobre lomas sembradas de eternos olivos, la ciudad de Jerusalén, amada de los profetas y llorada en la sangre por Cristo.
El libro del Talmud se puede leer como expresión de idílica pasión humana:
"Diez medidas de belleza descendieron sobre el mundo; nueve recibió Jerusalén y una, el resto del planeta.
Diez medidas de dolor descendieron sobre el mundo; nueve recibió
Jerusalén y una, el resto del planeta."
El papelillo manoseado tintinea escoltando una luna grande, redondeada, de color ambarino, cuando su luminosidad atraviesa el Muro de los Lamentos y la sorprendente Cúpula de la Roca.
Jerusalén está adormecida, y un silencio diáfano intenta desgarrar el viento venido del Mar Muerto tras dejar oscurecida la fortaleza de Mesada.