Lluvia de otoño

Tarde silente y monótona mientras el cielo protector, el mismo que no han podio ver los personajes de Paul Bowles en el desierto del Sahara  marroquí, anuncia  una lluvia otoñal, fría y con escarchas,  en las orillas levantinas del Mediterráneo.

En esa hora mortecina, el libro abierto habla de un tal Alejandro Magno y contiene evocaciones distantes del lozano dios guerrero. Eran otros tiempos en nosotros  y el  estado  final  del primer camino de la existencia no tuvo, recordándolo ahora en la distancia opacada,  excesiva importancia.

 

Nos lo había dicho como sostén a una   singladura comenzada en Caracas, el amigo Arturo Uslar Pietri, galardonado años antes con el  “Premio Príncipe de Asturias de Literatura”:

 

“Te recuerdo Rafael,  que uno no es joven ni viejo, se vive”.

 

Y eso, subsistir por encima de las propias  tumbas,  es lo que hacemos ahora habiendo cruzado ya el río  de las postreras  evocaciones.

 

A partir de ese tiempo, leer  resultó  el único consuelo para quien no tiene otra  meta que la de palpar  las tapias húmedas  del terruño amado, aunque los prados inclinados no sepan quiénes somos.  Los años idos  hacen estragos con  las remembranzas viejas.

 

De nuevo ahora nos hallamos sedentarios en la playa de Malvarrosa, viendo los cercanos pinos de El Saler  tan desprotegidos ellos del viento como nuestra misma  piel  humedecida de salitre.

 

Esa realidad no le faltaba a Lawrence Durrell en el “Cuarteto de Alejandría”, cuando en las páginas de “Baltasar” escribe: “El Mediterráneo es de una pequeñez absurda; por la duración y la grandiosidad de su historia lo soñamos más grande de lo que es”.

 

Es  historia fidedigna que estando el hijo de Filippo en Bitola, escuchaba, colocando en el oído un  guijarro sacado del río Grna, las olas marinas fragmentadas en el  distante Pireo.

 

El  arzobispo Mijaíl, bajo la mirada del Pantocrátor cuya imagen severa adorna la cúpula de muchas iglesias ortodoxas en Macedonia, nos lo explicó al amparo emocional de su patriotismo eslavo: 

 

 “Dentro de  nuestra sangre corre algo de Alejandro Magno. Hemos sido crucificados, como Jesús, en la cruz de la política balcánica... Eso que está usted bebiendo no es  café turco ni griego, es café macedonio...”

 

Los Balcanes son fuego sin consumir; van del alfabeto cirílico – creación de Cerilio y Metodio en el siglo IX al traducir la Biblia del griego al eslavo -– al monasterio de Grachanitsa en Kosovo,  hasta llegar a Ohrid en Macedonia.

 

En la remembranza de ese viaje todo se vuelve historia de olas encabritadas, velas blancas, puertos abiertos  a las naves venidas del Egeo, tras hacer una  peregrinación a Creta y venerar las efigies de  cobre en  la   cultura minoica.

 

 Se lee en  papiros resecos que los  vientos septentrionales en la vida de Alejandro siempre le fueron propicios; los meridionales, traicioneros. En el intermedio, sal en los labios para no olvidar el mar Mediterráneo, cuna de  civilizaciones y conciencia de la cultura humanística europea. De una forma u otra, la nuestra.

 

La lluvia otoñal  ha llegado y la mirada cansina del andariego tras los árboles desnudos,  se vuelve suelta, un poco cantarina,  al saber que  la vida, aún magullada, sigue siendo hermosa.



Dejar un comentario

captcha