Escribir de Doris Lessing es abarcar una naturaleza imbuida en ramalazos afligidos, ansiedades, esperanzas furtivas y un tesón alto y robusto anclado en las pasiones de cada hombre y mujer, al ser estas vivencias las únicas posibles.
Rompió a mordiscos ideológicos con el comunismo estalinista cuando conoció la miserable podredumbre hendida en Moscú; no así con los desheredados apretados a una tierra canallesca e injusta. En su libro biográfico “Un paseo por la sombra” - casi todos lo fueron - dejó claro que Hitler fue “un aprendiz de criminal” comparado con Josef Stalin. Y “mil veces peor”.
Antes, en París, lo expresó el argelino francés – “pieds noir”, pies negros - Albert Camus, y el gran sacerdote desmadrado, Jean Paul Sartre, lo lanzó a la pira llameante acusándolo de haber traicionado sus orígenes.
J. M. Coetzee, otro lúcido premio Nobel de literatura hendido con el viento zulú o afrikáans, en sus ensayos “Costas extrañas” habla del enigma de la escritura:
“Ninguna de las tres mejores escritoras que han salido de Sudáfrica – Olive Schreiner, Nadine Gordimer y Doris Lessing - terminó sus estudios de enseñanza secundaria”.
No hizo falta. La cuartilla impregnada con barniz arrancado palmo a palmo a la existencia, se acrecienta con cepas de honestidad, pesadumbres desgarradas, experiencias traumáticas, opacidades familiares del círculo más estrecho, y una amasada honestidad incorruptible comenzada en la pubertad.
Doris Lessing - le agradaba ser llamada Tata - fue una escritora igual a la copa de un pino: sólida, erguida, fuerte y torrencial en sus expresiones. Las páginas de “El cuaderno dorado” que se apropiaron y convirtieron en biblia los círculos feministas del planeta, no me gustaron. Otras cuartillas nos llenaron el aliento y lo siguen haciendo.
Un mes de octubre de 2001, en Oviedo, ciudad tan mía como el viento y las amanecidas color verde acuarela, recibió el “Premio Príncipe de Asturias” de las Letras. A su lado se alzaba George Steiner, galardonado en Humanidades, al ser uno de los pensadores más lúcidos y consecuentes de la Europa de entreguerras.
La Tata, en aquel marco del Teatro Campoamor, hablo de educación, raíz primogénita de nuestra lejana condición humanoide.
La autora de “El hijo de la violencia”, “La ciudad de las cuatro puertas” y “El diario de una buena vecina”, lanzó un dardo: “La educación humanista está desapareciendo. Cada vez más los gobiernos animan a los ciudadanos a adquirir conocimientos profesionales, mientras no se considera útil para la sociedad moderna la educación entendida como el desarrollo integral de la persona”.
Y recalcó: “El griego y el latín están desapareciendo. En muchos países la Biblia y la religión ya no se estudian. (...) Hay un nuevo tipo de persona culta, que pasa por el colegio y la universidad durante veinte, veinticinco años, que sabe todo sobre una materia –la informática, el derecho, la economía, la política – pero que no sabe nada de otras cosas, nada de literatura, arte, historia, y quizá se le oiga preguntar: “Pero, entonces, ¿qué fue el Renacimiento?” “¿Qué fue la Revolución Francesa?”.
Ese día regresamos como otras tantas veces al encuentro de Constantino Kavafis, el poeta taciturno en los angostos barrios de la Alejandría egipcia.
Sentado en una sombría taberna a la espera de un jovenzuelo marino de contornos insinuantes, buscaba el pasado helénico de su urbe mediterránea, la misma ciudad a la que acusó de haber abandonado la raíz de su esencia: el griego y latín.
Nadie mejor que la Tata Doris supo de esa tragedia cultural.