Un vasto estudio de psicología cognitiva, neurología y antropología cultural, ha revelado “que la mayoría de los creyentes, sea cual sea su culto, tienen interiorizado un modelo extremadamente antropocéntrico de Dios”. Es decir, no solamente posee una figura humana, “sino que utiliza los mismos procesos de percepción, razonamiento y motivación que las personas”.
Analizando esos razonamientos, siempre polémicos al convocar incertidumbres, aprensiones y creencias, uno, fundido en la doctrina judeocristiana, no ha sabido reaccionar. Y es más: algunos neurocientíficos apuntan que, de confirmarse los experimentos, esa teoría representaría el más grande triunfo de la ciencia sobre la religión, y las estructuras de la fe, tal como están apuntaladas hoy, se disiparían a la manera del polen llevado por el aire.
En el pensamiento Pentecostés del medioevo, el alma era, en claro concepto de la verdad, la tradición venida de la misma filosofía grecorromana. Ahora hay dudas, y se habla de que en nuestra mente, ese concepto de “alma”, es una simple internación de células nerviosas, proyectadas en la parte posterior del córtex cerebral.
¿Para qué sirve entonces ese Dios? Para resistir, se nos dice, lo que es inhumano e indigno del hombre. Si así es en verdad, nos planteaba el teólogo y jesuita, Joseph Moingt, “¿No será que aún no se escriben las más bellas páginas de la historia de Dios?”.
Siendo muy niños nos enseñaron un precepto hasta entonces claro: “Nuestra alma nos da vida, es espiritual y nunca muere, y con el cuerpo forma al hombre”.
Si fuera cierta la teoría de que el “espíritu” es una simple reacción química, y aceptar con ello que la promesa de una vida eterna ha sido una artimaña de las religiones, nos llevará al yermo más espeluznante, y ese día la raza humana no estará sola, sino desolada, y el “homo erectus”, convertido en el “homo sapiens”, comenzará el momento crucial de su inflexión.
El médico y teólogo judío Maimónides en la Andalucía musulmana, explicaba: “Solo nos es dado discutir lo que Dios no es”.
En una fachada gótica de un templo cristiano en París, se puede leer: “El mundo material ha tenido un Curvier, la atmósfera de Newton. Todos conocen, pues, la atracción del mundo material, pero ¿dónde están los Curvier y los Newton del alma?”
Nuestra aletargada persona, a estas alturas de la empinada existencia, con la misma fe del cenobita solitario en su celda monástica, intuye que el alma humana es el espejo del Cosmos, y en esa postura moral nos arropamos en medio de titubeos, miedos y una anhelante esperanza.
Antonio Machado quizás lo dijo mejor y más claro: “Esto que tengo de arcilla y esto que tengo de Dios”.
Si nos sirviera de consuelo – y en ello nos apoyamos - , madre, en aquella vivienda destartalada de la calle Eulalia Álvarez, en el barrio gijonés Llano del Medio, jamás tuvo la menor duda de la existencia del Creador. Ella no sabía explicarlo, simplemente nos enseñó a sentirlo.