En mi larga existencia no he realizado otra acción que ser narrador del acontecer cotidiano, y esto comenzó a edad temprana en una pequeña redacción, efectuando croniquillas de hockey sobre patines que el coordinador de la sección deportiva descifraba como si se tratara de un papiro egipcio.
Si recuerdo, he sido periodista toda la vida, y quizás antes. Me explico.
Madre, en la calle Eulalia Álvarez - barrio Llano del Medio - en un Gijón salitrado de neblina, solía leer con parsimonia cada día las cuatro hojas del diario provinciano.
Hileras negras que ante unos ojos de niño acucioso resultaban ventanales a un mundo extenso más allá de las lomas del río Ceares.
No levantaba un palmo del suelo cuando una noche le pregunté con curiosidad infantil qué era ese tizón de papel entre sus manos. La respuesta resultó lacónica: “Lo sabrás cuando seas mayor”. Años más lo comencé a sentir en los farallones de la profesión.
El periodismo resultó un incesante fuego recorriendo las cavidades de la sangre hacia la sempiterna ronda de las pasiones, sus meandros, afanes y dudas.
A partir de esa temprana fecha, ni un solo día he dejado de escribir unas cuartillas opinando, con un atrevimiento rayano en la pedantería, de lo divino y humano. Manifiesto y sostengo: si de los miles de artículos emborronados se salva media docena, el resultado es considerable.
Mis luchas y contradicciones están clavadas en la pasada centuria. Soy de la generación del plomo, y la técnica y nuestra persona, aún respetándonos mutuamente, caminamos sobre parajes distintos
¿De qué forma debemos valorar el periodismo impreso, audiovisual, y electrónico del siglo actual? Un gran dilema. Tampoco me hago aspavientos: doctores posee este conglomerado encauzado en tecnicismo y sus derivados.
Nuestra generación - “galaxia Gutemberg” - se halla en vía de extinción. Actualmente se habla de relacionistas públicos, no de periodistas, y la mayoría anuncian efemérides banales o reclamos publicitarios.
Se viven tiempos del video, y para que algo tenga existencia, debe ser presentado en planos televisados. La información se ha convertido en producto. Con alta frecuencia importan más las metas de venta que la verdad. Prevalece el sensacionalismo y menos el sentido común y la responsabilidad.
Intentando en lo posible amainar esa situación, mantengo en los meandros del espíritu una invocación pagana cuya fuerza moral es incomparable.
Estos son sus decálogos:
Informar con veracidad; no omitir nada de lo que el público tenga derecho a conocer; usar siempre la forma impersonal sin perjuicio de la severidad y de la fuerza del pensamiento crítico; desechar losrumores, los ‘se dice’ o ‘se asegura’ para afirmar únicamente aquello de que se tenga convicción, pruebas y documentos; es preferible la carencia de una noticia a su publicación errónea o injustificada; en las informaciones no deslizar la intención personal, ello equivaldría a comentar, y el reportero no debe invadir lo reservado a otras secciones del diario;recordar antes de escribir los poderoso del instrumento de difusión, y que el daño causado a otros no se repara nunca totalmente con la aclaración o rectificación concedida; guardar altura y serenidad en la polémica y no afirmar nada que nos veamos obligados a borrar al día siguiente.
Hoy en España diversos programas de televisión, diarios y revistas nos hacen sentir vergüenza de una profesión que, debiendo mantener un compromiso honorable de hombres y mujeres honrados, se torna cada día en el peor mercantilismo posible.