Leo a diario, por devoción y por obligación, revistas jurídicas. En ocasiones tengo que frotarme los ojos para cerciorarme de que, en efecto, se trata de revistas jurídicas y no del “Cuore” o del “In Touch”, a las que tan aficionada es mi hija.
Me explico: “La fiscalía recurrirá ante el Supremo la anulación de la expulsión del Fiscal Frago”; “Confirmada la sanción a un juez de Valencia que nombraba administradores concursales a alumnos de cursos que organizaba”; “El Supremo imputa a otro Juez del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña por su presunta implicación en la trama de las ITV”; “Una juez de Madrid archiva las diligencias previas por la destrucción de los discos duros del PP”; “Otra juez de Madrid incoa diligencias previas por la destrucción de los discos duros del PP”. A ello se suma la condena a la juez Coro Cillán por nombrar administrador de una discoteca a su novio, la querella del fiscal contra el juez Elpidio, la participación del Fiscal Jefe de Madrid en tertulias televisivas de debate político, la presencia del juez Bermúdez también en programas de la misma naturaleza, etc.
Las interioridades de la justicia proporcionan materia suficiente para crear programas de entretenimiento.
Pero quizá lo más preocupante es leer noticias como las de que la Audiencia de La Coruña deja sin efecto las imputaciones de los 22 cargos de Adif pendientes de declarar al entender que dicha imputación realizada por el juez Luis Aláez es “prematura y carente de base suficiente”; “supone una provisional atribución de participación en un hecho criminal sin una base fáctica”; “no cabe reproche penal por el mero hecho objetivo de que un riesgo se haya materializado”; “sin que pueda apreciarse un peligro cierto dado que el que el conductor desatienda sus deberes es una posibilidad, un hecho no imprevisible dada la naturaleza humana, pero no es concebible, y choca con la realidad estadística extender como pauta de acaecimiento seguro el incumplimiento del deber de controlar la velocidad”.
El juez Aláez, con ese mismo razonamiento, podría haber imputado a la Ministra de Fomento, al Presidente Rajoy por haberla nombrado, y retrocediendo en el tiempo a Montesquieu por haber diseñado una doctrina de la división de poderes que la realidad ha demostrado manifiestamente mejorable.
Es preocupante esta actuación del juez Aláez porque lo que se desprende de la decisión de la Audiencia de La Coruña es que el citado juez actuó con ligereza, aplicando lo que la doctrina denomina el “Derecho penal simbólico”, que, a corto plazo, es tranquilizador, pero que a largo plazo es destructivo.
¿Qué responsabilidad alcanza al juez Luis Aláez por haber sumido a 22 familias en la zozobra e inquietud de una imputación que la Audiencia de La Coruña ha considerado prematura y carente de base suficiente?
Tristemente, ninguna. Y esa es una de las carencias del Estado de derecho actual. Los jueces, bajo el parapeto de la independencia judicial, toman decisiones que después se demuestran carentes de base, incumpliendo por tanto sus deberes de actuar conforme a la ley, sin que ello suponga responsabilidad alguna: “el que no esté conforme, que recurra”.
Habría que recordarle al juez Aláez –y también a otros muchos jueces- que los jueces no están para hacer justicia, sino para aplicar las leyes, y que no es un juez justo el que hace “su justicia” prescindiendo de la ley, sino el que aplica el derecho en su sentido justo.
Administrar justicia no es solo una función, sino un oficio. El poder judicial carece de la legitimidad democrática que adorna al poder legislativo y al poder ejecutivo, encarnado este último en la figura del Presidente del Gobierno, que irradia a los ministros nombrados por él, y el único modo de proporcionar al juez una legitimidad democrática que por conducto representativo no posee es garantizar una previsibilidad en la aplicación del derecho que permita la realización del principio fundamental de seguridad jurídica irrenunciable en cualquier Estado de derecho.
Son muchos los casos en los que se anulan decisiones judiciales por falta de motivación suficiente, a pesar de que la motivación es un elemento esencial e imprescindible en toda decisión judicial. ¿Sería admisible una sentencia que solo contuviera el fallo?
Estas carencias en ocasiones tienen mucho que ver con el sistema de acceso a la justicia, que no garantiza, en su actual configuración, una preparación sólida que avale que al menos se actúa con un conocimiento profundo de la ley.
Quizá el ejemplo más extravagante es el que nos ofrecen los magistrados de designación autonómica, en cuyo procedimiento de nombramiento se produce una metamorfosis que carece de parangón incluso en el mundo animal y, por tanto, es de muy difícil aceptación en un Estado de derecho: por la fuerza de los votos se convierte a un licenciado en derecho en magistrado vitalicio.
¿Qué haríamos si ingresáramos en un hospital para operarnos y supiéramos que quien va a realizar la intervención quirúrgica es un médico de medicina general elegido cirujano por votación del órgano rector del hospital?
Seguramente echaríamos a correr y no pararíamos hasta encontrar un lugar seguro. ¿Pero podemos huir del juez que nos toque en suerte para dirimir un conflicto?
Como decía Gumersindo de Azcárate: “Un pueblo puede vivir con leyes injustas, pero es imposible que viva con tribunales que no administren bien la justicia”.