El régimen venezolano está inoperante dentro de las bases de sus estructuras gubernamentales y los problemas le agarrotan.
Con el cáncer de la corrupción, el desplome de la economía con una inflación al día de hoy cercana al 52 por cierto – en espera de los dos cruciales meses del año -, falta de divisas, profunda escasez de alimentos de primera necesidad, hampa desbocada e inseguridad de muerte, la situación se ha vuelto ingobernable.
Maduro no era el hombre para sustituir a Chávez. Buen segundón, fiel hasta el tuétano y correveidile a todo tiempo, su escasa preparación, débil en palabra y nulo conocimiento de los entresijos de la política, el escenario le ha dejado desguarnecido.
Ha llegada a un punto sin retorno, con la única premisa de apuntalar con grapas el sistema garrapateado en la piel de la Revolución Bolivariana.
Nicolás Maduro alcanzó el poder a cuento de unas elecciones arteras y aún así, parejo con el candidato de la Unidad Democrática, Enrique Capriles. Antes, y ya enfermo de muerte Hugo Chávez, Fidel Castro acomodó la transición dejando todo bien atado en Caracas para su propio beneficio, es decir petróleo sin precio y presencia de los organismo estatales de Cuba en los entes del poder, incluidas las Fuerzas Armadas. Esa picaresca confederación llamada irracionalmente Venecuba amplió la dictadura habanera.
El chavismo, impactado ante la falta del Máximo Líder, anda desorientado. Sabe que Hugo no es Nicolás, y eso se podrá advertir en las elecciones municipales del 8 de diciembre, unos comicios de suma importancia hacia el inmediato futuro político de la organización marxista.
Los caudillos se convierten en figuras semi-divinas a cuenta de la adulación y el servilismo. Maduro se halla en esa etapa y él mismo está asombrado. Hace seis meses no era nadie, el mundo no lo conocía, y hoy se sorprende de sus polichinelas actitudes.
Cada autócrata sale del mismo esmeril. A Nicolás le habla un pajarito que es la voz de Chávez, ve su figura impresa en un túnel del Metro de Caracas y dialoga con él durante largas noches frente a su féretro en el Museo Militar. Estas pasmosas escenificaciones no son nuevas en las tierras del “Realismo Mágico”.
En la llamada “guerra de los pasteles” contra Francia en 1836, el dictador mexicano Antonio López de Santa Ana, perdió una pierna, y la mandó a enterrar con honores de Estado en la catedral de México. Extraviada cada vez que caía del poder, la recuperaba, y volvía a enterrarla con un Tedeum bajo la presencia del gobierno, cuerpo diplomático y Alto Mando Militar.
No es menos asombrosa la parafernalia de Rafael Leónidas Trujillo: Nombró general a su pequeño hijo Radames, y quiso canonizar a su madre.
Enrique Peñaranda, autócrata de Bolivia en los años cuarenta del pasado siglo, dijo que de haber sabido que su hijo llegaría a presidente, “le hubiera enseñado a leer y escribir”.
El poder suele estar en manos de alterados seres cuyas facultades se hallan más cerca de la paranoia que de la racionalidad.
Igual a hongos crecen con ellos los babalaos, meapilas, beatas y adulones, colocados a los pies del “Yo el Supremo”, novela del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, al saber certeramente que de tal dios de barro penden las sinecuras.
A la par, Simón Bolívar, el Padre de la Patria venezolana, va quedando ensombrecido.