Un verso del bardo Tadeusz Rózewicz, del que otra inmensa poetisa polaca, Wislawa Szymborska, dice que “todos le debemos algo”, nos lanza un llamado insondable:
“De las cosas de este mundo quedan solamente dos. / Solamente dos: la poesía y la bondad… y nada más”.
Hace unos días, del último viaje frente al mar Mediterráneo, vinieron sueltas, igual a alondras en desbandada cara a un viento mortecino, las palabras del búlgaro Tzvetav Todorov en “Nosotros y los otros”, considerable reflexión basada en la diversidad humana.
Coincidiendo con esta hermosa aventura del pensamiento, oteábamos en el avión de regreso, azuzados por la turbulencia de una onda tropical, la conversación mantenida a raíz de la publicación del texto “El miedo a los bárbaros”, entre Todorov y el novelista Antonio Muñoz Molina, “Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2013”, siempre él tan cauto y frágil con las palabras, los sentimientos y las ideas.
Leer el coloquio ha sido una complacencia, al abrirnos el académico al intelecto humanístico del experto en filología eslava, al que muchos reconocen como un “historiador de las ideas”, sin dejar de lado los estudios lingüísticos, en especial el campo de la Semiótica.
Molina, cuya novela “Sefarad” nos llevó al mundo de los excluidos que no han dejado un instante de amar, fue llevando la charla hacia los límites de la dignidad moral “y las posibilidades de la resistencia en las situaciones de máxima opresión”, cuando se va al encuentro del origen de cada injusticia, tan abundante en diversos escondrijos – o a plena luz del día - en el mundo de ahora mismo.
Todorov, búlgaro nacionalizado francés, conoce la expatriación, ese deslinde tan común en nuestro tiempo, al ser la búsqueda del imposible sueño hacia una tierra donde se pueda vivir sin envilecer la dignidad.
Cuando la voz de Tzvetav resonó en la Europa del humanismo surgido en los cafés del Imperio austrohúngaro y tembló en la lectura de “Mendel el de los libros” de Stefan Zweig, cada extranjero sin papeles y consuelos truncados, sintió una ilusión lejana en las entrañas de sus tribulaciones.
Un hombre civilizado no lo es por haber cursado estudios o leído diversos libros. Sabemos bien que ciertos individuos de esas características fueron capaces de cometer actos de absoluta bestialidad. Ser civilizado simboliza reconocer plenamente la sensibilidad humana de los otros, aunque tengan rostros y hábitos distintos a los nuestros; ponernos en su lugar y mirarnos a nosotros mismos como un reflejo de ellos.
La soledad del exilio es igual a un ahogo que los años no ayudan a amainar, y moldea como mascarón de proa la desesperanza desgarrada.
En medio de tal sentimiento intentaremos conseguir hierbas curativas de silfión, la planta de la antigüedad que cicatrizaba los ahogos bíblicos de los abandonados del planeta madre.
En todo lugar un desterrado es una esquela tañida de gris durante años.