Egipto, el país de los faraones y el tiempo que se aterroriza ante la edad de las pirámides, vivió la primera aparición pública desde que lo derrocaron las Fuerzas Armadas, el pasado 3 de julio, del primer presidente elegido democráticamente y ahora preso.
Impávido, con una clara percepción, declaró: “Soy el doctor Mohamed Mursi, presidente de la República. “Este tribunal es ilegal”. Tampoco quiso acudir ante el juez con uniforme de presidiario.
Retornará nuevamente en enero al juicio pendiente.
La tan cacareada “primavera árabe” se ha convertido en un otoño gélido, con los árboles de la expectativa hendidos y un futuro inmediato sin horizonte. La caída de la dictadura de Hosni Murabak, y la llegada tras unas nada decentes elecciones, abrió la puerta a los Hermanos Musulmanes, una organización ultrarreligiosa cuyo candidato fue Mohamed Mursi, un hombre desconocido hasta entonces en los mentideros políticos del planeta.
Con él florecía una ilusión: el país tendría por vez primera en su larga historia, un jefe del Estado elegido a razón del voto popular y la siempre anhelada democracia.
Actualmente la quimera está hecha pedazos tras aquellas multitudinarias manifestaciones en la afamada plaza Tahir, en el que el coraje de su gente aglomerada derrotó a la autocracia. Ese delirio no llegó en su momento, ni nunca, a la mente de Mursi. Egipto volvía a tener un faraón en lugar de un presidente.
“Le votamos – dicen lo ciudadanos - para que fuera el gobernante de todos, pero prefirió serlo únicamente de un grupo fanático”.
Ambicionó alzarse sobre la ley y gobernar como un autócrata, algo que enardeció los estamentos de la nación unida inexorablemente al perenne río Nilo, el verdadero padre de esa tierra de seres semihumanos, y único lugar en el mundo, como ya hemos dicho, donde el tiempo le teme a las pirámides.
Mohammed Mursi no era candidato natural de los Hermanos Musulmanes, llegó de carambola al morir el líder de esa organización semanas antes de las esperadas elecciones. Uno de sus decretos decía que “serían definitivas e inapelables” sus resoluciones presidenciales. Es decir, él mismo se proclamaba por encima de las leyes y se convertía en un ídolo sagrado. Un dios reencarnado en su figura rechoncha.
Todavía el enmarañado barrio Gamaliya, con sus callecitas angostas, plazas comprimidas y minaretes centenarios que el premio Nobel de Literatura Naguib Mahfuz convirtió en protagonista de su literatura, sigue rumiando la venida de un tiempo de paz y apaciguada calma.
La esperanza es patrimonio único de la raza humana.