Por fin, “los pueblos” están empezando a tomar en sus manos las riendas del destino común. Las maquinaciones del Gran Dominio –financiero, militar, energético, mediático– comienzan a ser contrarrestadas por millones de voces hasta ahora desoídas y acalladas. Son los estertores de un sistema que, liderado por el presidente Reagan y la premier Thatcher, sustituyó los principios de justicia social, dignidad humana, libertad y solidaridad por el mercantilismo puro; las ayudas, por préstamos en condiciones draconianas; la cooperación internacional, por explotación; y las Naciones Unidas, por una oligarquía plutocrática (G-6, G-7, G-8…)
En todos estos años, la mayoría de los países fueron cayendo en la trampa de la “globalización”, y los intereses a corto plazo fueron ocultando, en el apogeo de la expansión neoliberal, el deterioro medioambiental, las burbujas económicas, la impunidad en el espacio supranacional con inadmisibles tráficos de toda índole, personas incluidas; el incremento de las asimetrías sociales; la deslocalización fundamentada en el “todo vale”… Todo ello aderezado con invasiones como las de Kósovo o Irak, basadas en la discrecionalidad y la mentira, sin contar con la autorización del Consejo de Seguridad.
De pronto, en momentos en que el gasto militar alcanzaba diariamente los 4.000 millones de dólares al tiempo que morían de hambre más de 60.000 personas, llegó la quiebra del sistema financiero en EEUU y su inmediato “rescate”. No había dinero para los Objetivos del Milenio, para la lucha contra el hambre y la pobreza extrema, ni contra el sida, pero, de pronto, aparecieron torrentes de fondos para salvar del naufragio a los mismos financieros que habían provocado la catástrofe. El Gran Dominio, restablecido, vuelve a las andadas y ha decidido aplicar a los países de la eurozona los mismos “ajustes” que durante décadas aplicó a los países en desarrollo: recortes, despidos masivos, privatizaciones a mansalva…
Sin embargo, desde los primeros años de la década de los noventa se viene fraguando el cambio radical que podría hacer posible que el siglo XXI sea el siglo de la gente. Desde el origen de los tiempos, unos cuantos hombres han mandado sobre el resto de los hombres y de las mujeres. Los ciudadanos no han tenido más opción que obedecer, ofreciendo sin discusión hasta su propia vida cuando quienes ostentaban el poder así lo requerían. Las elecciones han representado un importante adelanto, pero su “formalización progresiva” ha llevado, junto a una notoria desinformación de la ciudadanía, a democracias muy imperfectas, donde los ciudadanos son contados en las elecciones, pero luego no son tenidos en cuenta.
Pues bien, cuando la tecnología de la comunicación empezó a permitir la exposición libre –por internet y los SMS de la telefonía móvil–, estaba claro que la participación no presencial sería el gran factor de transformaciones de hondo calado. Mediante los mismos avances tecnológicos se está procurando distraer a “los pueblos”, mantenerlos como espectadores impasibles, como receptores permanentes. Pero han sido ya muchos, y serán muchos más en el futuro próximo, los que vayan incorporándose a la gran plaza mundial del ciberespacio, a la gran Puerta del Sol, desde donde pedirán, como Blas de Otero, “la paz y la palabra”. Sus voces, expresadas serena y pacíficamente, ya no podrán ser desoídas.
Esta capacidad va acompañada de una conciencia global y de un conocimiento de la realidad a escala planetaria que permiten no sólo conocer las precariedades de los demás, sino apreciar lo que cada uno posee. Los ciudadanos del mundo se van dando cuenta de que pueden modificar las formas de gobernación mundial y hacer frente a los poderes que siempre han deseado, desde sus altos pedestales, mantenerlos atemorizados y silenciados.
Así, en Irán, China, Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Siria, Italia o Reino Unido hubo concentraciones importantes, especialmente en el caso de la Primavera Árabe, movilizadas desde el ciberespacio, y el 15 de mayo se inició en España la reunión de los indignados, que respondían así a la provocación del lúcido nonagenario Stéphane Hessel. Urgidos, pero sin violencia, los ciudadanos, especialmente los jóvenes, están planteando con propuestas concretas una auténtica reformulación de la democracia. “Situaciones sin precedentes requieren soluciones sin precedentes”, ha escrito Amin Maalouf, y me gusta repetirlo. Ha llegado el momento de la reacción popular, de formular propuestas muy concretas e innovadoras que respondan a los “esfuerzos creadores” que Robert Schumman reclamaba en 1950 para la Europa comunitaria que iniciaba su andadura.
Reforma inmediata de la Ley Electoral, supresión de los paraísos fiscales, rechazo a los servicios de los bancos que utilizan esos medios de evasión, transición urgente desde una economía de especulación a una productiva, desarrollo global sostenible, son algunas de esas propuestas. Otras son la autonomía europea en seguridad, con sus propios observatorios y mecanismos de calificación y decisión económica; el inaplazable desarme nuclear, y refundación de un sistema de Naciones Unidas como interlocutor único, dotado de toda la autoridad necesaria para resolver conflictos como los que hoy intentan –con efectos colaterales inadmisibles– abordar infructuosamente los periclitados G-8 o G-20. Todo esto podría ser realidad en poco tiempo.