Perecederos instantes

Al fondo del ventanal, en  la placita  donde duerme o descansa el imperecedero caminante del río Magdalena abajo,  llueve como si el cielo fuera a desplomarse, igual que cuando el corazón se achica, supura, se retuerce en su comisura y los ojos se hacen un manantial de quejidos entrecortados.

 

 En ese momento la ciudad se  vuelve baldía; los recogelatas hacen su mesada entre los grandes charcos y las bolsas de basura desparramadas, mientras, tras los visillos, hay miradas  recordando viajes y madrigales, algún amor furtivo, un adiós caduco entre las páginas de un libro y un vestido blanco, sedoso, cubierto de alcanfor.

 

  En el bulevar, un niño sopla un barco de papel sobre una laguna de dos calles - la esquina de la farmacia y el quiosco de frambuesa y panecillos suaves, tiernos - mientras otro, con piedrecillas, va levantando un puente  de arcadas y farolas de gas.

 

Hay una enana llorando, se manchó  de barro sus zapatitos con hebillas de nácar,  mientras un grupo de hormigas barnizadas de obscurecido, van en hilera, una tras otra, subiendo un muro sucio en donde una mano traviesa escribió: “¡Rosario, te sueño!”.

 

 El agua de aguacero ha comenzado a borrar las palabras y ahora solamente se leen sílabas sueltas, mientras un  achispado hombre, entre cal y canto, va gritando bajo las sempiternas gotas: “¡Viva la Revolución!”. Los niños se asustan y salen corriendo, mientras el puente de guijarros se cae y el frágil barco se hunde.

 

 La lluvia opaca continúa su ritmo como si la subsistencia no fuera con ella y hace mohines con gotas a la bruma lánguida del mediodía, mientras  el brasileño llegado de Bahía, tras dejar  de otros aluviones y encarados céfiros, vende pomelos y duraznos. 

 

Rumio pensamientos vagos imbuidos en dudas, mientras retorno nuevamente a mi trabajo mirando como tantos otros días a los seres del bulevar, la mayoría de ellos menesterosos de solemnidad y casi descarnados, presintiendo que cada uno de ellos está moldeado en su interior un sempiterno olvido.

 

 Con el paso del tiempo  hemos llegado a  comprender cómo el abandono es uno de los grandes extravíos del aliento humano, es deshacer el viento del sequedal sobre surcos de matojos. Sucede lo mismo  con la esperanza. En toda “La Divina Comedia”  solamente una frase de Dante a las puertas del Infierno nos hace temblar: “Los que entréis aquí, perded toda esperanza”.

 

El florentino más lúcido de la Edad Media conocía el alma humana, bebió en ella y supo de las más punzantes enfermedades del espíritu: el olvido y la angustia.

 

Ya no llueve. Llegó el sol y la vida sale a su propio encuentro.



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