Tragaluces de niebla

Aún perdura  una forma de viajar seductora y son los traqueteantes vagones del tren   que cincelan lo visual y enseñan a conocer el paisaje al trasluz de labrantíos abiertos a la mirada, hondonadas, cerros ondulantes, llanuras grisáceas o vientos de secano.

 

En uno de ellos, mientras escribimos, vamos camino del norte  sobre la Castilla barbacana y añeja al encuentro de Oviedo que, como bien decía Ángel González, poeta de la verdad revivida y,   sin merecerlo uno,  admirado amigo:

 

 “El otoño se acerca con muy poco ruido: / apagadas cigarras, unos grillos apenas, / defienden el reducto de un verano obstinado en perpetuarse, / cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste”.

 

  Al despecho de la ventanilla entumecida de relente mañanero, vemos pasar   los penachos de las sierras con las  jaras desarropadas, la perdiz perdida, el olivar sin búhos, mientras en las estaciones sombrías que  cruzamos, los chopos y olmos desguarnecidos  son carámbanos  sobre un paisaje impávido.

 

 Con nosotros transita un catedrático de lenguas románicas. Da clases en un colegio de monjas venerables en Salamanca. Ahora va a la Pilares del “Tigre Juan” de Pérez de Ayala, a intentar unir pequeños pedazos de  una lejana pasión sensitiva.

 

 El tren, más que otro transporte, abre la conversación, hermana confidencias y crea sólidos lazos de apego.

 

 De su natal urbe tengo recuerdos caliginosos. La ciudadela, construida con piedras de cantera, se presenta reflejada en las aguas del río Tormes, igual a uno  de aquellos grabados de D. Roberts en el que siempre creíamos  ver “La torre del gallo”.

 

Un día, cuando existían en aquellos parajes hombres con honor y mujeres con recato, un juglar vio pasar, alto, frío, tornasolado, a Rodrigo Díaz de Vivar, y cantó con lágrimas en los ojos el desespero de una honra traicionada por un mal rey y peor amigo.

 

 “Los ojos de Mío Cid mucho llanto van llorando; / hacia atrás vuelve la vista y se quedaba mirándolos. /Vio como estaban las puertas abiertas y sin candados, / vacías quedan las perchas ni con pieles ni con mantos,  / sin halcones de cazar y sin azores mudados”.

 

De tal lejano  tiempo disipado fui peregrino de mis propios atajos. Nunca necesité mapas, sólo sueños, y así, cabalgando sobre el tren de la querencia furtiva, voy penetrando entre los afilados picachos, ahora cubiertos de lánguidas  agua de lluvia, a la cordillera de Pajares abierta al portón de piedra  de los valles incrustados en el Principado.

 

Ya en la heredad húmeda  con olor a heno y roble sangrante, realizaré el sacrosanto acto que foja mi esencia de hombre: sentarme unos minutos a ras de tierra sobre la tumba de madre.

 

  El paisaje es el mismo: un nublado cubriendo el cementerio y más allá, sobre el mar, grupos de gaviotas haciendo cabriolas mientras  la mañana desguarnecida se cubre de color púrpura y hace insólitos tragaluces con jirones de niebla cuajada.


Con los años hemos aprendido con profundo pesar que el muchacho de antaño, habiendo abandonado el predio de  sus mayores y  hundido en las comisuras del mundo ancho,  ya no es de aquí ni de allá, se ha quedado varado en los caminos sin retorno del aliento peregrino. 



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