En estos momentos de excitación en que se pretende una especie de revisión histórica de la Transición, un relato fantasioso de la República y en que todo ello se envuelve parcialmente en el confuso discurso etiquetado como «memoria histórica», no estaría de más que realizásemos un ejercicio real de memoria histórica, de memoria sobre la historia.
Quizás convenga traer aquí, para empezar algunas citas. «Pero, fundamentalmente, mi regreso se debió al convencimiento de que en el año 36 habíamos cometido muchos errores todos los españoles y que era necesario repararlos». «A mí la responsabilidad de lo que sucedió en el 36 siempre me mortificó». «En alguna ocasión dije que en este país nos teníamos que amnistiar unos a otros para que el futuro que habríamos de hacer en común fuera nítido, sin sombras». Son palabras de Rafael Fernández a Juan de Lillo en un libro que la editorial Ayalga publicó en 1983. (Quizás, antes de seguir, haya que recordar que Rafael Fernández era miembro de las juventudes socialistas en 1934 y que, yerno de Belarmino Tomás, fue miembro del Consejo de Gobierno de Asturias y León durante la guerra. A su regreso del exilio —para contribuir a la reconciliación, según sus palabras— fue el primer presidente de Asturias).
Pues bien, esas palabras de Rafael Fernández no contienen un pensamiento aislado, coyuntural o dicho taimadamente por razones coyunturales. Era ese un pensamiento generalizado entre una gran parte de los españoles, de los que fueron vencedores de la guerra y después constituyeron parte del poder y del entramado civil de poder durante el franquismo (muchos padres o abuelos de ilustres socialistas y comunistas de ayer y de hoy; muchos ilustres socialistas o comunistas de las primeras décadas después de la muerte de Franco) y de los que fueron derrotados, encarcelados aquí o exilados fuera. Y por eso, el acuerdo sobre la construcción del estado democrático y de las concretas normas democráticas que hoy tenemos no fue fruto de un trágala ni constituyó un mal menor, se levantó sobre ese consenso, en el que unos desmontaron desde la legalidad franquista la dictadura y los otros encontraron como idóneo construir la democracia no a través de un imprevisible proceso de inestabilidad y violencia, sino desde el consenso pacífico de la apertura de un nuevo, moderno, europeo y democrático tiempo. Ello, además, no fue un invento de los franquistas en los estertores de la dictadura, ni fue fruto de la sumisión de las otras fuerzas. No era más que la plasmación de la política de «reconciliación nacional» que el PCE había proclamado en 1956, el concreto objetivo del denostado como «contubernio de Munich», en 1962; las palabras expresadas por Negrín o Prieto en el exilio, o el «paz, piedad y perdón» del presidente Azaña y 1938.
Pero es que, por otro lado, la República, que se nos quiere presentar como un oasis donde «el lobo con la oveja hacían ayuntamiento», no fue ningún modelo de democracia, ni de tolerancia ni de acierto político. Es una rotunda falsedad, subrayémoslo, una rotunda falsedad que la mayoría de los actores de la época fuesen demócratas. En primer lugar porque, en Europa entera, una parte importante de la izquierda pensaba imponer su dictadura y eliminar (sí, físicamente también, al menos si era necesario) a sus oponentes; y lo mismo ocurría en el ámbito de la izquierda: socialismo y comunismo, fascismo y nazismo no eran dos formas de estar en la vida social pugnando con los adversarios, sino sin ellos. Cuando el citado marido de Purificación Tomás se entera de la sublevación de Franco en un mitin en Sotrondio —reconocerá más tarde— pensó «¡qué alegría: ahora vamos a por ellos!», y ese «ellos» no eran los militares sublevados, sino la república burguesa y los burgueses, los ciudadanos que no fuesen de la secta, es decir, usted y yo, nuestros trasuntos.
Y, a mayor abundamiento, no es cierto que en la actuación violenta de la izquierda (de la mayoría de ella, al menos) se actuase en defensa de la legalidad democrática, sino para imponer la dictadura (la revolución) socialista. No es necesario acudir al testimonio de Josep Pla sobre la revolución del 34 en Asturies, ni al de Chaves Nogales, que La Nueva España rememoraba el domingo 20. Basta con acudir a las palabras de Belarmino Tomás: «Si Cataluña, Valencia, Madrid, Bilbao y Zaragoza hubieran respondido como hemos respondido nosotros, en estos momentos el socialismo se habría implantado en todo el país. Nosotros hemos vivido en régimen socialista desde el día 6. Nosotros, los asturianos, hemos cumplido». Y, con respecto al 36, lean ustedes a George Orwell y su Homenaje a Cataluña para comprobar cómo una componente esencial en parte del bando republicano era la revolución, no la democracia, y cómo se las gastaban aquellos tipos —con qué exquisito respeto a la legalidad y a la verdad— para liquidar a los suyos que no eran «del todo suyos». Aunque quizás no haya que ir tan allá, para subrayar cómo al menos hasta el Bad Godesberg de 1979, en las filas del PSOE la palabra «socialdemócrata» constituía poco menos que un insulto y la democracia, motejada de «democracia burguesa», una filfa, una componenda para engañar hasta tanto no se pudiese instaurar el socialismo. En cuanto a las filas del PCE, nada más que recordar cómo destacados demócratas posteriores salen de sus filas en Asturies cuando la organización carrillista abandona el «leninismo», práctica y teoría caracterizada, como todos saben, por su acendrado respeto a legalidad, a la propiedad y a la vida.
Pues bien, en estos momentos hay en marcha un discurso mistificador y demagógico que falsea la historia o que trata de ocultarla, con el pretexto argumental, además, de escribirla o darla a conocer de verdad. En esa voluntad y proceder hay razones variadas y contradictorias: intereses de partido, rencores y frustraciones personales, la lucha por el reconocimiento, que Hobbes dictaminó como un poderoso motor de los actos humanos, la ambición de algún destacado personaje que quiere convertirse en algo así como la conciencia de los españoles, la ignorancia y el desconocimiento de la historia, la de aquellos que siguen soñando con «el fin de la historia» como cumplimiento de las profecías hegeliano-karlistas, etc.
En muchas de ellas —no solo de izquierdas, también de derechas—, late la misma idea que enseñoreó tantas conciencias de las primeras décadas del siglo pasado: la de que el adversario no es como nosotros, no tiene nuestra misma cualidad o calidad, y que, por lo tanto, su derecho a estar o gobernar es espurio y rechazable. En otras late una manifiesta voluntad de engaño: se está haciendo creer a muchos que solo con el cambio de la Constitución o de la forma de Estado todos los problemas económicos del presente quedarán solucionados (me han parado en la calle varias personas para decirlo, se eructa ello en tertulias variadas).
Yo solo quiero recordar aquellas palabras que aquellas mujeres con su marido en paro decían en una tienda de comestibles mientras trataban que la tendera siguiera concediéndoles apuntes en la libreta: «¡Total para esto! ¡Estamos igual que antes! ¿No decían que solo con lo que comía el Rey comeríamos todos?».