Qué duda cabe que los Premios Príncipe de Asturias constituyen el acontecimiento anual más relevante de los celebrados en Asturias, situando a nuestra Comunidad en el máximo nivel de la excelencia cultural a nivel mundial.
Pero que se reconozca su brillantez y esplendor no debe obnubilar nuestro entendimiento y ocultar su lado oscuro, que lo tiene y, además, se ha acentuado en los últimos años.
En puridad, los Premios tienen dos partes: los Premios propiamente dichos, que se inician con esa suerte de pasarela mediática desde el Hotel de la Reconquista hasta la alfombra roja del Teatro Campoamor -para los que optan por el paseíllo- o en los aledaños del propio Teatro para quienes optan por acudir en vehículo oficial, y que culmina con la ceremonia solemne de entrega de los Premios en el totémico escenario; y su apéndice, la entrega del galardón de Pueblo Ejemplar de Asturias.
Los Premios vienen representando plásticamente la escisión entre la élite social (políticos, banqueros, empresarios, directores de los grandes medios de comunicación, artistas de relieve y personajes cercanos al poder) y el pueblo, que se visualiza en las barreras que separan a unos y a otros: los poderosos en la alfombra roja, el pueblo, detrás de la barrera.
Este reparto de papeles en esta obra que podría llevar por título “Para el pueblo, sin el pueblo”, venía siendo aceptada con cierta naturalidad por la ciudadanía que, hasta ahora, se sentía cómoda presenciando el espectáculo en la distancia, limitando su interpretación a exteriorizar sus vítores y aplausos a los premiados e invitados.
Algo está cambiando. Ese mismo pueblo, sujeto activo y pasivo de una brutal crisis económica, ha aprovechado ese mismo escenario para evidenciar su protesta y las paradojas que encierra el espectáculo. Quizá quienes mejor encarnan el contrasentido son los trabajadores de Liberbank que a la vez que sufren un traumático ERE, comprueban como su empresa contribuye –dicen que generosamente- al boato del evento.
Quedó, pues, patente, la ruptura, la frontera, cada vez de trazos más gruesos, entre la élite social, para la que las cosas siguen igual –la alfombra roja, la posibilidad de formar parte del espectáculo y, a la vez, presenciarlo en primera fila- y el pueblo, situado tras la barrera, protagonista y víctima de la crisis.
Sin negar el significado y alcance de los Premios, quizá convendría democratizarlos y permitir que una parte de ese pueblo, pudiera traspasar la barrera y desfilar por la alfombra roja, aunque sólo fuera como un gesto de sensibilidad para patentizar la cercanía que debiera existir entre quienes rigen los destinos de la sociedad y la sociedad misma, que, en el fondo, es la auténtica artífice de la existencia de los Premios a cuya creación y mantenimiento contribuyó y contribuye con sus impuestos.
La entrega del galardón de Pueblo Ejemplar, tuvo otros matices. Ahí si se visualizó la imbricación del pueblo con el poder, aunque tenga connotaciones más folclóricos que reales. No podía ser de otra manera. En esta dimensión de los Premios, es el pueblo asturiano el protagonista por definición, a lo que contribuye su celebración en espacios abiertos.
Cuando de espacios cerrados se trata y por tanto rige el numerus clausus, el pueblo no tiene cabida.
Bienvenidos sean los Premios, en cuanto sirven para situar a Asturias en el mundo, pero también sería bienvenida una configuración más democrática de los mismos para no ahondar aún más la escisión entre la élite y los ciudadanos.
Decía Baltasar Gracián que “Todas las obras llegan al colmo de la perfección: hasta allí fueron ganando, desde allí irán perdiendo”.
Los premios han alcanzado la cima. En ella deben mantenerse.